lunes, 19 de diciembre de 2011

Cuentos en Aluna

CONVERSANDO CON MIS AMIGOS INDÍGENAS DE HACE CUARENTA AÑOS



Escribo para satisfacer mi necesidad  volverá encontrarme con amigos Arhuacos, Kogi, Wiba y Kankuamo de la Sierra Nevada de Santa Marta y decirles: cómo he apreciado todo lo que viví con ellos y lo que les logré aprender en aquellos bellos años de mi vida.

Escribir sabiendo a qué lectores va  dirigida nuestra charla, es una fortuna. El tema se elige adecuadamente y por eso yo elijo relatarles a mis lectores algunas de las experiencias que en su tierra, hace ya muchos años y tal vez en presencia o compañía de algunos de ellos, tuve.

Estas experiencias en medio de comunidades indígenas, me dieron la  oportunidad de relativizar y cuestionar mi manera de pensar, de sentir, mis creencias y certezas.

Pero no es mi interés contarles algo, mi mayor deseo es ahondar, escudriñar el verdadero sentido, el sentimiento indígena, presente en los pasajes que espero poder comunicar, y apreciar nuevamente que Colombia es única por el hecho de ser tan diversa.

Se ha aprobado en Colombia la Ley de protección a las lenguas indígenas y a las Afro descendientes. Cómo quisiera que esa ley se implementara con mecanismos que estimularan en los indígenas el deseo de escribir, ellos mismos, su historia, sus leyendas, mitos, su filosofía.

Espero que mi torpe comprensión de sus realidades, los estimule a escribir, a dejar plasmada en sus propias lenguas, sus vivencias, sueños y teorías. Sus cantos, sus cuentos, sus rituales, sus visiones y sus pesadilla.





MARÍA NOLABITA CAMINÓ...

La noche iniciaba muy oscura, la luna no salía aun y por eso María Luisa y su esposo, el Mamo Abiguí, esperaban en nuestra casa, antes de continuar su camino hacia su Kankurua, luego de un viaje a Donachuí, donde estuvieron  haciendo trabajo de pagamento y "divinando" para curar unos "vasallos" enfermos.

Mientras les ofrecía un café y, por tener un tema de conversación para entretener el rato, les pregunté:

·         ¿Qué hay de María Nolabita, que hace tiempo no la veo...?
·         ¿María Nolabita?, - preguntó María Luisa mirando a su esposo,- María Nolabita tiene días que caminó.

·         ¿Cómo así que caminó?, - insistí yo - sabiendo el doble sentido que la expresión tiene para los Kogi.- Se fue de viaje o se murió?.

Caminar además de su significado universal, tiene para los Indígenas uno particular sinónimo de morirse, de viajar a otra dimensión.

·         Si, - dijo mi amiga María Luisa, - mujer Kogi, quién llevaba varios año con Abiguí, pero no tenían hijos por problemas de esterilidad atribuidos a ella.   - Sí, se murió, caminó al mundo en Alunna, eso, se murió...

·         Pero no puede ser..., ¿qué tenía...?, ¿estaba enferma...?, ¿por qué no vinieron a pedir medicina...?

·         No, usted ya sabe, ella ya vieja !Ajo!... muy vieja..., ya cansáo, mucho cansáo...

·         Pero ¿qué fue lo que ocurrió...?

·         La vieja María ya tan vieja..., tullia, na` ma` echada en el chinchorro, como macho*. Ahí na` ma` durmiendo, comiendo poquito, como pajarito, una migita na` ma`... Ahí, miando, cagando como zhizhi  ¡Cómo pa` salir al patio!...”, no puede... En el chinchorro tua` cagada y miada.  Ajo! mucho jediondo... pobre vieja.

·         Entonces llamó, toda gente, mandó llamar con vasallos. Y sí, toda gente llegamos, muchas gentes reunidas, toda su casa.

*En el Chinchorro sólo duermen los varones, las mujeres duermen sobre cueros de ovejos, chivos y vacunos.

·         Llegaron de la Nevadita, Mamankana, Chendukua, Abingue, Sogrome, Cherúa, Chemesquemena, Atankes, Guatapurí, mucha gente, todo vasallo... todo familia llegó.

Los hombres al llegar se saludaban intercambiando puñados de hojas de coca tostadas que sacaban de sus mochilas. Las mujeres luego de saludarse con el tradicional: Hanchiga Hanchiga, misigakí... se dedicaban a admirar la belleza y gordura de sus bebes y para hacerlo los desnudaban quitándoles el enorme pañal de lienzo en que los envolvían, los alzaban para apreciar mejor su belleza y a los varones, entre risas les besaban el pene, hecho que era recibido con las carcajadas de los espectadores. Luego saludaban a María Nolabita y le entregaban sus regalos: papas, plátanos, arracachas, guandú, cebollín, café o panela. 

María, luego de apreciar el aroma de cada uno de los obsequios, como manera cortés de agradecer, los dejaba junto al fogón advirtiendo que se utilizarían en la comida de todos sus visitantes.

En la noche cuando todos llegaron, los hombres poporiaban, las mujeres tejían mochila mientras amamantaban a sus bebes y los perros buscaban un sitio donde echarse enroscados a pasar la noche, unos junto al fogón donde hervía el café y otros a hurtadillas sobre los cueros de res, chivo u ovejas, que en derredor de la fogata se habían dispuesto. María Nolabita, habló.

En su discurso, dio las gracias a todos los que concurrieron y luego explicó el motivo de la reunión, el cual muchos, especialmente los más ancianos y los Mamos, ya debían sospechar. Se trataba entregar sus tierras en herencia a sus hijas* y de anunciar que quería caminar.

·         Tu`a gente me conoce, yo aquí nací, aquí hicimos casa, sembramo, cuidamo ovejo, hilamo la lana, el algodón y la cabuya; aquí parí a mis hijo y mis hija y aquí han nacido mis nieto y en esta tierra trabajan mis yernos.
·         Yo, ya vieja..., ya enferma..., ya cansáo..., quiero que me hagan casa..., ya quiero caminar. Mañana temprano mis hijos, mis yernos, todo mi vasallo, quiero que coven mi casa en el cerro  aquí en mi tierra, donde Mamo divine que hay que hacer.

·         Mientras los hombres covan casa, las mujeres preparan el kunchi, hay que bujcar: papa de la nevada, cebollín, yuca, plátano, malanga, ñame, guandúl.

*Son las mujeres las que heredan la tierra. La tierra es femenina, es la madre y es la garantía de sobrevivencia de la familia.
·         Hay que matar un chivo gordo, así piázo y tu`eso pa cociná. Pa` celebrá mi mortuoria, todo junto, todo contento.

Luego de este discurso, la casa debió quedar en un solemne silencio, sólo se escucharía el llanto de algún niño al que sorpresivamente lo retiraron del seno, el chillido de algún perro al que expulsaron de su improvisado nido, el golpear del los palillos sókanu en los poporos y el trepidar agorero de la candela en la leña del fogón.

Luego de unos largos minutos de desconcierto, mientras las mentes de todos organizaban sus ideas y digerían a la luz de las enseñanzas tradicionales, la determinación de María Nolabita, comenzaron los murmullos, las explicaciones, las conversaciones de pequeños grupos y más tarde fueron los Mamos los que tomaron la palabra, dieron las explicaciones acordes a su cultura y a su particular manera de ver la vida. Tranquilizaron a los jóvenes quienes por más interrogantes que tuvieran, solo deberían escuchar, obedecer, aprender y callar.

Mientras María Luisa, nos relataba este sorprendente acontecimiento, yo no acababa de entender, cómo una indígena Kogi, mi amiga, cómo una comunidad con la que había convivido hacía más de cinco años, tomaba una determinación de esta naturaleza y nada anormal, parecía haber ocurrido. tan aparentemente normal todo, que a una corta distancia de mi casa hubiera ocurrido aquello y yo no me había enterado.

Bien temprano, cuando la posición de las estrellas anunció que pronto amanecería,  todos los vasallos, como se llama a los indios sin rango o que responden obedientemente a un mayor en edad y conocimientos, se levantaron de los lechos de cueros y de los chinchorros en los que habían dormido, Unos se fueron a buscar el bastimento para la comida, las mujeres prepararon y sirvieron café, los niños jugaron, lloraron y los unos fueron reprendidos y otros consolados con los pechos henchidos de sus madres.

Los Mamos, quienes pasaron la noche en vela, dedicados a sus asuntos de adivinación, de pagamentos, pidiendo permiso a las diferentes madres y padres de lo natural y de lo sobrenatural, para que el viaje que María Nolabita quería hacer, no tuviera ningún percance, ya habían determinado dónde se haría la casa de María Nolabita, dónde se cavaría su tumba.

Dieron las ordenes necesarias y diferentes grupos de trabajo se organizaron de una manera tan simple, como si fuera la representación de una escena ya conocida por todos.

Los hombres llevando dos palas, un barretón y algunos machetes y rulas  dirigiéndose a una pequeña colina donde llegaría el sol naciente.

El Mamo mayor señaló el sitio donde debería cavarse la tumba, Encendió una fogata y en ella unas hojas de frailejón. Entonó un monótono canto mientras describía círculos en diferentes direcciones alrededor del lugar escogido para la tumba, esparciendo el humo que desprendían las hojas de frailejón sostenidas en sus manos.

Dos indios muy jóvenes, con sus machetes limpiaron el sitio retirando los arbustos y yerbas. Seguidamente uno de los Mamos presentes señaló el tamaño que se debía cavar y la dirección que debería tener la fosa.

María Nolabita era vieja, por esta razón había que sepultarla en la tarde, pero había nacido en la mañana, por esto los rayos del sol deberían dar al amanecer directamente sobre su tumba.

Un par de indios mayores, comenzaron a trabajar con barretón y pala, haciendo un hoyo en el que apenas podían trabajar los dos. Mientras unos trabajaban, los demás hombres poporiaban y conversaban y los mamos hacían sus rituales sin que aparentemente estos, involucraran a todos los presentes y sin que despertara algún asomo de curiosidad, aquellos rituales con hogueras donde se quemaba frailejón, se tocaba el caracol, la trompa, las kuizhi y la maraca.

Sin ninguna dirección de autoridad descollante, unos hombres sustituían a otros en el trabajo, y en medio de la charla despreocupada, llegaban otros con algunas piedras que fueron amontonadas al lado de la fosa.

Mientras esto ocurría, se escuchó llegar  desde el patio trasero de la casa de María Nolavita, el balido agonizante del ovejo que estaba siendo degollado para ser incluido en el Kunchi con que se celebraría la mortuoria. 

Dos hombres llegaron trayendo una vara larga de flor de maguey y otros estaban dedicados a extraer de las carnosas hojas del maguey, las fibras con las que luego de lavarlas y sacarlas un poco al sol,  armados del uso y carrumba, fabricaron una hermosa cuerda de unos ocho metros de larga.

En el patio de la casa, el cual se divisaba desde el alto donde se cavaba la tumba, estaban las mujeres en su tarea de preparar el kunchi o sancocho. Un grupo de ellas, hilaban y torcían cabuyas, las cuales pasaban a otra que provista  de una gran aguja de hueso, iniciaba la confección de un mochilón.

Sosteniendo los hilos desde el dedo gordo de su pie, uno de los hijos de María Nolabita, sentado en un kankaw, pequeño banco de un bloque de madera, tejía la gaza o cargadera para el mochilón.

Con gran maestría tejía o más bien trenzaba las cabuyas recién hiladas, torcidas y torchadas por las mujeres. Las jóvenes con ademanes coquetos admiraban la pericia de este joven al tejer; pues no era común verlos hacer una gasa. Era la única actividad de tejido, diferente al telar vertical, que se les permitía a los hombres. Solo durante un eclipse se intercambiaban los papeles masculinos y femeninos, pero la confección de una gasa era actividad también masculina, pues debían improvisarla muchas veces para poder sostener de la frente grandes cargas que deberían llevar por aquellos empinados caminos de la Sierra Nevada y de esa manera liberar los brazos para otras actividades.

A medida que el sol avanzaba en su recorrido, la casa de María Nolabita se iba profundizando más. Pasaban rondas de guarapo de caña para refrescar a los trabajadores, rondas de café para despabilar a los trasnochados y  rondas de botellas de chirrinche traídas por los de Chemeskemena y Guatapurí, para animar los espíritus de todos los concurrentes.

Derramar lágrimas en aquellas circunstancias, ocasionaría que los caudales de los ríos en Alunna se crecieran e impidieran el paso de María Nolabita al mundo en espíritu. Por esta rozón era bienvenido el chirrinche, la charla fácil y el chiste.

El Mamo mayor estuvo atento al momento en que el hoyo de la tumba había llegado a una profundidad suficiente y dio la orden de empezar a escavar en forma horizontal hasta formar un nicho de poco más cincuenta centímetros de profundidad.

Eran cerca de las dos de la tarde cuando la sepultura estuvo concluido y todos los presentes se reunieron en frente de la casa. Las ollas de comida ya habían sido bajadas del fogón improvisado en el patio. Había una gran cantidad de platos y totumas boca abajo sobre una troje y los perros rondaban hambrientos, esperando un descuido de las mujeres para hacerse a una buena presa.

Una de las mujeres mayores fue hasta el chinchorro donde dormitaba la Vieja María Nolabita y le anunció que la comida estaba lista y que los hombres habían regresado de hacer su casa.

María Nolabita, corroboró esto con el Mamo mayor y viendo que todo estaba listo pidió que le acercaran el kunchi para probar que sí estuviera  bueno como ella lo quería.

Dos hombres sosteniendo la olla caliente con un grueso palo, la acercaron hasta el chinchorro de la vieja María Nolabita. Una mujer mayor destapó la olla que dejó escapar ese grato aroma del sancocho kogi. Le acercó a María un poco de caldo en una cuchara de calabazo. María trató de enfriarlo soplándolo y probó un poco.

Todos estaban expectantes, la vieja sonrió y dijo satisfecha:

·         Si, está muy bueno, ahora todos a comer.

Las risas de satisfacción fueron generales y las mujeres comenzaron a servir a los mayores con seriedad y respeto, a los más jóvenes entre chistes y a los pequeños con advertencias y regaños.

María Luisa siguió su relato:

·         To`agente comió kunchi sabroso,  vieja sí, no comió, pa` qué...

·         Mamo hizo trabajo, puso segurasa en las manos, bojotió, con capacho de maíz, con muchilita que to`a mujer tejieron, con túma y con frailejón. Cantó, bailó con mascara, cantó con carrizo, con tambor.

·         Otro Mamo trajo banquito de madera. Los Mamos y los hombres de la familia, sacaron a la vieja del chinchorro y la sentaron en el banquito.

·         !Ajo! la vieja ya como muerta, sin fuerza..., La sentaron pero la amarraron para que no cayera y la metieron en el mochilón que tejieron las mujeres de la familia.

·         El mochilón de ojos muy grandes dejaba ver a la Vieja y ella nos sonreía.

·         Con cuidao, todo la cargaron y sacaron al patio. Ella to`o miraba, claro miraba como despidiendo, no ve que ya va a caminá...

·         Cargadita como zhizhi la llevaron hasta el cerro donde hicieron su casa. Ella miró y como que dijo que estaba bonito todo.

·         La bajaron a su casa, sentadita la pusieron en esa parte donde donde se formaba como una cuevita. Le pusieron hojas de plátano para que no le cayera tierra en la cara y cuando comenzó a caer la tierra que los indios tiraban a paladas, la vieja María Nolabita sacó la mano por entre el mochilón y por entre las hojas de plátano y mirándonos desde allá abajo nos dijo: Adió`...

·         Y así fue como María Nolabita caminó...

Yo no podía creer lo que había escuchado. Estaba asombrado de aquello. Una India Kogi vieja, enferma y cansada de vivir, llamó a su familia a su comunidad y les pidió que la enterraran, que le ayudaran a morir dignamente, porque ya era su hora, ya no podía atender a sus más simples necesidades e intentar vivir así comenzaba a ser indigno para ella.

Supongo que como es costumbre entre los indios de la Sierra Nevada, amarraron la cuerda que hicieron con cabuya, desde la punta más alta de la vara de maguey, hasta el mochilón que envolvía el cuerpo de la vieja María. Clavaron la vara encima del montículo de tierra que formaba la tumba y la apoyaron con las piedras que para el efecto habían traído en la mañana.

Es de suponer que a los nueve días vendría el Mamo, a cortar la cuerda de maguey que como cordón umbilical, debería permitir el nacimiento de María Nolabita a su nueva vida en Alunna. Esa ceremonia llamada mortuoria para los que quedábamos vivos en la tierra, debería corresponderse con otra que debería llamarse nacencia, en la otra dimensión, en Aluna.

En este cuento que surge de un hecho histórico, como fue la muerte voluntaria de María Nolabita, queda explicito un aporte que estamos en mora de asimilar de parte de muchos grupos indígenas, cual es “el derecho a morir dignamente”. En nombre de las personas que hoy día creemos que ese es un derecho por rescatar, ruego a mis lectores indígenas que elaboren ese concepto de manera comprensible para nuestra mentalidad y nos ayuden a progresar en la visión de un hombre más autónomo y libre en sus determinaciones.


  



UN GRANDOTE, TONTO HERMOSO.

En Donachuí, un pequeño y solitario poblado de indios Arhuacos, en la vertiente oriental de la Sierra Nevada de Santa Marta, actuaba yo como maestro. Éramos un equipo de enfermera, antropólogo y maestro. Sin jerarquías y sin empleados o criados, las tareas domésticas había que dividirlas alternadamente entre hombres y mujeres y más teniendo en cuenta que las mujeres con quienes trabajaba, estaban bien influenciadas por aquello de la “Liberación Femenina”.

Aquel día me tocaba la cocina y antes de ir a ocuparme de mis clases con los niños de la escuela,  me encontraba lavando los trastos del desayuno.

Nuestro hospedaje, una antigua construcción de bahareque y paja, no contaba con instalación de acueducto y el lavadero de loza estaba a unos diez metros de ella. Lo constituía un cajón de madera, ubicado convenientemente a la sombra de un frondoso árbol de mango. Este cajón recibía el agua proveniente de la quebrada que nos llegaba por medio de una acequia. Antes de llegar a nuestro lavadero; la acequia, regaba la huerta de los niños de la escuela y luego regresaba a la quebrada pasando por la finca comunitaria, sembrada de plátanos, café, caña, malanga, guandú, arracachas, aguacates y todos los productos que conforman la dieta de los indígenas de tierra templada.

Los indios de la Sierra acostumbran tener fincas en los diferentes pisos térmicos de la Sierra esto es: en tierra cálida, templada y en la tierra fría a la que nos referíamos llamándola la nevada. Las fincas comunitarias existen en los lugares de reunión o cabeceras de los poblados y en las Kankuruas, centros ceremoniales, de los Mamos.

Esta finca cercada por matas de maguey utilizadas por los indios para sacar cabuya y fabricar hicos, lazos, mochilas, mochilones y hamacas, servía  al pueblo, conformado por ocho constricciones de paredes de barro y techo de paja, donde se congregaba una numerosa comunidad que venía de diferentes fincas aledañas. Hacia arriba y hacia abajo, la cerca bordeaba el camino por donde transitaban los indios, los comerciantes Atanqueros y los turistas que se atrevían a escalar los picos nevados.

Estaba yo ensimismado en mis pensamientos, mientras restregaba las tasas, pocillos, platos y cubiertos del desayuno, cuando sentí que alguien me miraba…

El pueblo estaba silencioso, allí solo vivíamos nosotros, y los niños que llegaban de sus fincas a la escuela, ya se encontraban reunidos en ella.

Miré hacia todos los lados, pensando: ¿qué será esto…? No vi nada y seguí mis tareas sin darle mayor importancia.

Llevé en una ponchera de plástico amarillo, toda la loza hasta la casa, la dejé en el poyo de la cocina y salí corriendo para la escuela, después de ajustar la puerta, para que los perros no entraran y fui a atender a mis alumnos. Tendría que dejarles tareas para hacer en grupos para, más o menos a las once de la mañana, poder regresar a hacer el almuerzo para todo los del equipo, quienes ya estaban entretenidos en sus diferentes oficios.

Saludé a mi veintena de alumnos, entre niños y niñas, Arhuacos, kogis y una parejita de hermanos Malayos o Wiwas que eran los más pequeños.

Teniendo presente que iban en diferentes niveles del programa, que hablaban tres lenguas distintas, aunque se entendían en el Arhuaco y que yo era el único maestro; inicié la clase con un lento y bien pronunciado discurso sobre el pueblo, ese era mi tema central para ese día.

Para los que no entendían mi español, les hacía algunos dibujos en el tablero y les repetía la palabra que los designaba, haciendo que ellos la repitieran conmigo. A los que ya empezaban a escribir les señalaba la palabra y les indicaba que la escribieran. A aquellos que ya tenían una mejor comprensión del idioma, les hacía preguntas y les pedía que tradujeran para los demás mis ideas centrales.

Pasamos del lenguaje, a las ciencias naturales, luego a las sociales y las matemáticas. Dejé a cada uno de los diferentes subgrupos tareas suficientes para trabajar durante la siguiente hora mientras regresaba a mi labor de chef. Unos harían ejercicios de aprestamiento para la escritura, otros harían dibujos de sus casas y del pueblo. Otros harían planas de escritura que les dejé escritas en el tablero. Otros harían una composición en español sobre el mismo tema, etc.

Al llegar a la casa, me sorprendió encontrar la puerta abierta y pensé que pudo haber sido un perro que habría dado cuenta de algunos de los elementos de nuestra despensa.

Entré y verifiqué; nada hacía falta y no había desorden. Aunque no había puesto candado a la puerta, me perecía difícil que el viento la hubiera abierto, pero no di importancia al asunto y comencé a buscar papas, arroz y los demás ingrediente que utilizaría para sorprender a mis compañeros, con un suculento almuerzo.

Llevando lo que era necesario lavar o pelar previamente, fui hasta el lavadero y mientras pelaba, picaba y lavaba, aproveché como cualquier cocinero que se respete a entonar un tango que era, por ese entonces, la música que más me gustaba.

No había llegado a: “…volver con la frente marchita, las nieves del tiempo, plateando mi sien”, cuando volví a sentir esa extraña presencia…, esa mirada… y el corazón se me aceleró un poco.

Suspendí la pelada de la papa que tenía entre manos y moviéndome lo menos posible como para no hacer ruido, giré mi cabeza, buscando de dónde procedía esa mirada o qué causaba esa sensación.

Al volverme hacia la finca comunitaria, me pareció ver una sombra que huía fantasmalmente por entre el platanal y las matas de café.

Retomé mi oficio, pensando que debería ser algún hecho de esos que se quedan sin explicación, como el que ocurrió aquella noche, que estando en el mismo lugar lavando la loza de la comida; de pronto vi que todo el firmamento se iluminaba y una enorme luz pasaba cómo de oriente a norte. Todo resplandeció con una luz azulosa por unos segundos y silenciosa desapareció. Solo yo vi ese fenómeno, nadie entre los indios comentó algo y nosotros dijimos: - debió ser un meteoro o pudo haber sido una estrella fugaz. Pero yo para mis adentros deseaba con todo mi corazón que hubiera sido un ovni y que regresara y entrara en contacto conmigo. Pero no quiero seguir hablando de esta luz porque se me olvida lo que les venía contando y lo del ovni es cuento para otra ocasión.

El almuerzo resultó muy del gusto de los comensales, o por lo menos nadie protestó y se comieron todo, el hambre, como decía mi papá, siempre ha sido el mejor condimento.

Cuando me disponía a levantar los platos para ir a lavarlos, recordé el incidente de la presencia, de la mirada, de la sensación de que alguien estaba allí conmigo e hice el comentario a mis compañeros.

Resultó que todos lo habían sentido, a todos les había ocurrido lo mismo y a todos los había sorprendido y asustado como a mí.

Ahí sí fue Troya, pues ya yo no supe en lo sucesivo si era impresión o sugestión mía o era el fenómeno verdadero, pues a cada rato me parecía que me miraban, que me espiaban. Incluso en algunas ocasiones, cuando antes del almuerzo aprovechaba para ir hasta la quebrada a bañarme; cuando me desnudaba, siempre pensaba que entre los matorrales había alguien vigilándome.

Durante algunos días no volvimos a mencionar el asunto y casi que se olvidó y quedó entre las anécdotas misteriosas como el caso de la luz azulosa, para relatar en alguna noche de tertulia.

Pasaron los días y llegó uno en que me tocó hacer de cocinero nuevamente.

Estando en la misma posición, misma hora, mismo lugar y mismo oficio, regresó la presencia invisible. Rápidamente volví la mirada hacia la finca, entre las plataneras y las matas de café, donde había visto el fantasma que huía y allí estaba. Esta vez no huyó; se me quedó mirando con unos grandes ojos de un negro brillante, sonriéndome con unos grandes y parejos dientes  más blancos que el globo de sus ojos, con unas mejillas regordetas, con mugre acumulado de muchos días y chorreadas con el jugo fresco de un mango que se estaba comiendo. Tenía una gran melena ensortijada, a la cual se adherían pajas y chamizos, sin duda por andar entre los matorrales y el rastrojo. Era alto y robusto, con un enorme cuerpo de niño. A pesar de su gran tamaño tenía aun el vestido de niño, solo lo cubría la gruesa manta de lana de ovejo sujeta a la cintura por el fajón tradicional. Se apoyaba en unas rollizas y mugrosas piernas de niño gigante que terminaban en unos aplanados y enormes pies descalzos. En una mano sostenía el jugoso mango mordisqueado, la otra la apoyaba a manera de resorte sobre el tronco de una mata de plátano, listo para salir corriendo si percibía alguna actitud amenazante de mi parte. Su actitud era la de un perrito que baja las paticas delanteras como invitando a jugar.

Lo miré lo más tranquilo que pude, asumí que era un indio Arhuaco al que nunca había visto y del que nunca había escuchado hablar. Lo saludé en su lengua y él me respondió, como imitando mi mala pronunciación y riéndose burlonamente de mi mala manera de hablar el Arhuaco y luego desapareció sin hacer ruido, tal como ya había dicho: fantasmalmente.

Esta vez la charla de la sobremesa con mis compañeros de trabajo fue la aparición de aquel personaje. Para describírselos mejor les dije: Háganse de cuenta que vieron al legendario niño criado por los lobos, pero con el cuerpo del Abominable Hombre de las Nieves y con la cara de un adonis indio.

Todos quedamos maravillados que hubiera en Donachuí un personaje tan extraño y que nosotros en tanto tiempo de vivir allí, no hubiéramos sabido de él y no lo hubiéramos visto.

Hicimos suposiciones, de que tal vez habría llegado de otro poblado, tal vez de la Nevada; pero rápidamente recordamos que si no lo habíamos visto, sí lo habíamos sentido muchas veces, cuando él nos miraba a hurtadillas, escondido tras los árboles y constatamos que era él el que habría a escondidas nuestra puerta para fisgonear nuestras cosas sin hurtar nada.

Nos propusimos averiguar la vida de aquel personaje misterioso del que nadie hablaba, que nunca acudía a las reuniones del pueblo, con quien nunca nos tropezamos en los caminos, en los trabajos comunitarios o en la kankurua y para el que nunca habían solicitado medicinas en nuestra enfermería. Era en resumidas cuentas un personaje inexistente en las estadísticas de aquel poblado y de aquella región.

Se me convirtió en rutina buscarlo entre los matorrales de la finca comunitaria, cuando iba hasta la acequia a lavar los platos o a lavarme los dientes. En muchas ocasiones nuestras miradas y sonrisas se cruzaron y en algunas le ofrecí y me recibió golosinas, para luego, como le era natural, desaparecer fantasmalmente.

Cuando interrogamos a algunos miembros de la comunidad sobre aquel muchacho grande que aparentemente vivía cerca, por el camino de los Kogi. Que nunca andaba por caminos, sino por el monte, que vestía como niño arhuaco y que era enorme, gordo, sonriente, de gran melena despeinada y crespa. Silencioso, mugroso y huidizo; nadie nos aclaró nada.

Algo importante se nueve alrededor de este muchacho…, algo secreto. ¿Cómo se llamará? ¿Quién será su papá y su mamá? ¿Dónde vivirá?
Cuando lo volví a ver le hice en idioma arhuaco todas esas preguntas, pero él solamente las repetía burlonamente, se reía y desaparecía fantasmalmente.

En una oportunidad a media mañana, mi hermana Ruth regresó a la casa y la encontró abierta. Queriendo sorprender al perro que estuviera robándonos la comida o escarbando en nuestra caneca de basura, entró sigilosamente y se encontró con aquel enorme “Tonto Hermoso” haciendo infinidad de muecas y carantoñas en frente a nuestro espejo.

Ella asustada por la sorpresa de conocerlo y divertida por la actitud en la que sorprendió al misterioso muchacho, salió corriendo a buscarnos y casi no logra entre risas y susto explicarnos su descubrimiento.

El Tonto Hermoso se convirtió en un personaje familiar para nosotros, de tiempo en tiempo se nos aparecía, nos sonreía desde su escondite o cuando no había otro indio presente, entraba a nuestra casa, se paraba frente al espejo e iniciaba su fascinante ritual de mímicas, gestos y monerías; concluido éste, se reía ruidosamente y desaparecía tal como había llegado: fantasmalmente.

Si, es verdad, el mitológico Adonis griego reencarnó en un indio Arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero cogió experiencia, ya no se mira en los estanques y los ríos, se mira en los espejos, de manera más segura y divertida.

A muchas de las personas que convivimos con indígenas y a muchos de quienes dedicaron alguna atención al estudio de su cultura, nos llamó la atención el trato que se daba a las personas discapacitadas. Qué bueno sería no darnos nosotros ninguna explicación, sino recibirla de sus mayores.




LA SABIDURÍA EN REFRANES Y EN GESTOS

Hoy tengo sesenta y un años y cuando pienso en “el indio” y sobre todo cuando quiero personificar esa identidad, viene invariablemente a mi mente: Apolinar Torres, en antiguo comisario de Donachuí, poblado Arhuaco de la vertiente oriental de la Sierra Nevada de Santa Marta, a quien conocí cuando apenas tenía yo, veinte años.

Quiero plasmar estos recuerdos con la esperanza de que sean leídos por aquellos que fueron mis alumnos de la escuela de Donachuí en la Sierra Nevada. Trataré de situarlos en contexto, para que identifiquen al personaje, que se que aun vive.






 El nombre Apolinar era muy común entre los Arhuacos y el apellido Torres también lo era. Con ese mismo nombre se conocía al Comisario Central de Nabusimake, por la misma época y me refiero a los años 1968 a 1974 aproximadamente. Pero yo me refiero a mi gran amigo y maestro, Apolinar Torres el de Donachuí, el gran Comisario apodado Kak’ Yurí, que significa a mi entender: “El de Pico Dulce”, alusión muy acertada dadas sus grandes cualidades de orador, palabrero, gran consejero.

Apolinar era un hombre alto entre los de su raza, tenía una negra cabellera risada que le caía un poco más debajo de los hombros, la cual peinaba después del baño o de haber soportado la lluvia, golpeándola hacia abajo con la mano extendida como si fuera un machete y de esa hábil manera quedaba peinada y sin exceso de humedad. Caminaba con paso muy firme como apisonando la tierra donde se paraba, como dejando huella, como haciéndose sentir, como diciendo: aquí estoy yo, ya llegué.

No era arrogante, su personalidad era imponente y a la vez acogedora. Su sonrisa mostraba al instante y a todas las personas, su dentadura completa, perfecta, solo manchada  por el sumo del jayu. 

Cuando lo conocí a finales de 1968, acababa yo de llegar a Donachuí, mi hermana Ruth me dijo entre dientes: - Allí viene el Comisario, el Cacique, el hombre más importante de este pueblo.

Lo miré, lo vi acercándoseme con pasos largos y firmes, sostenía con su mano izquierda su jayu tutu y con la derecha extrajo un manojo de hojas de coca tostadas, me las ofreció diciendo:

-          ¿Azimezare Teti?
Mi hermana me dijo: - Contéstale: Azeneki, ¿ma azimezare? y recíbele el jayu.

Yo hice tal cual me indicó mi hermana que ya conocía las costumbres Arhuacas y me quedé enganchado a aquella sonrisa que se separó de nosotros para seguir saludando a todos los vasallos que se habían congregado para a la reunión de la comunidad.

No necesité más para sentir que era bienvenido a aquella comunidad. Me saludó como se saluda a otro de los paisanos, me regaló la acogida de su sonrisa, no me prestó más ni menos atención, ni me dio más importancia que a cualquier otra persona. Cuando más tarde le dije mí nombre, se rió complacido repitiendo: León… a Güía Yina, “Hermano Mayor de Todos”. Sí para nosotros León es el Rey de la Selva, para ellos, León era literalmente traducido, Hermano Mayor de Todos, me sentí honrado cada vez que los Arhuacos decían Güía Yina refiriéndose a mí.

De niño siempre me molestó mi nombre, pues no entendía por qué mis padres me habían puesto el nombre de un animal. Por esta razón siempre tuve sobrenombres molestos. Algunos de mis amigos me decían: - dele gracias a Dios que no nació más gordo, pues lo hubieran llamado elefante.

Pero cuando llegué al mundo de los Indígenas, mi vida cambió. León era un nombre mítico e importante en todas las culturas indígenas y esto me permitió ser rápidamente reconocido y llamado de diferente manera: Fui Güía Yina, con los Arhuacos, Kaglabe, con los Kogui, Yavi con los Cubeo, Balám con los Tzeltales, Bolóm, con los Mayas y muchos otros nombres que lastimosamente olvidé.

Pero regresemos a Kak’ Yurí, a Apolinar mi gran maestro.

Cada que yo tenía la oportunidad de hablarle, estaba comentándole alguna idea, algún proyecto, algún problema; invariablemente el me contestaba:

-          Inguiti inguiti, aratuisum nari.
Cuando logré repetir comprensiblemente la frase, después de muchos días y después de muchos intentos le pregunté:

-          Que quiere decir: Inguiti inguiti, aratuisum nari.
Y él con esa gran sonrisa y poniéndome su brazo en mi hombro me respondió:

-          Inguiti inguiti, aratuisum nari. Quiere decir: “ Poco a poco no arrempujes”
Si, ya lo tenía un poco acosado con tantos proyectos y con tantas ideas de cambio y el tiempo Indígena es lento, concienzudo, milenario.Los asemejan el paso de los adultos al del buey, y el andar de los jóvenes y el de los Bunachu o extranjeros, a la carrera de un potro desbocado que termina” desjolanado”, rodando por un barranco y mal herido.

Era yo maestro en la escuela de Donachuí, y por costumbre aprendida de mi propia escuela en Armenia Antioquia, a media mañana daba un recreo, un descanso a los alumnos para que jugaran y los inducía a hacerlo con una pelota que les compré.

No tardó mucho en que se presentara a mi casa el Comisario Apolinar. Con la prudencia, la delicadeza y la firmeza que lo caracterizaba me dijo que los muchachos de la escuela no podían pasarse la mañana “brincando como yingore”. Yo quise entender que se refería a los comunes actos de indisciplina de los alumnos en las clases. El comprendió que yo no entendía bien lo que me quería decir y entonces me hizo la comparación:


¿Has visto cuando uno con el azadón o la rula saca, sin querer, una lombriz de la tierra y la deja al sol? Como ella está acostumbrada a vivir bajo la tierra, no resiste el sol que la quema. Entonces brinca, da vueltas sobre sí misma y se retuerce y termina muriendo tostada por el sol. Así son los jóvenes de la escuela. Si tu los dejas salir al patio sin ponerles a hacer algo productivo, ellos se ponen a brincar como Yingore y terminan haciendo algo malo para ellos y para la Comunidad. No hay que dejarlos ociosos. Si están cansados de escribir, que lean, Si están cansados de leer que cambien de actividad, de lo contrario se volverán Yurkanu, perezosos.

Así con los consejos de Kak’ Yurí, fui aprendiendo a ser mejor maestro, a respetar las costumbres indígenas y a no tratar de imponer mis ideas, sino a consultarlas todas con aquel sabio Indio que solo quería el bien para su pueblo.

Yurkanu manu manu.

Era la frase que invariablemente escuchábamos en las mañanas dominicales, cuando por no tener la obligación de dar clases en la escuela, aprovechábamos para levantarnos de la cama un poco más tarde que de costumbre.

Yurkanu manu manu. Gritaban casi todos los indios que pasaban frente a nuestra casa.

¿Qué querrá decir esa expresión?

Y cuando les preguntábamos, se reían burlonamente de nosotros y repetían fiesteramente:

Yurkanu manu manu.

Al poco tiempo pudimos entender que todos los indios que pasaban, nos gritaban:

Perezosos, vamos, levántense.

Y el Manu, manu, se convirtió en una de mis frases favoritas, para apurar a mis alumnos, para chancearme con los adultos durante los trabajos comunales y cuando íbamos por los caminos.

Tuve que soportar que muchas de las Guatis, o mujeres adultas se rieran de mí y me llamaran el Teti Yurkanu, el Tío perezoso.

Fue más tarde cuando empecé a apreciar las madrugadas, a contemplar el lucero Molindero, Venus, que poco antes de salir el sol se ve en el horizonte, en ocasiones tan grande que parece una segunda luna.

Fue más tarde cuando adquirí la costumbre de subir antes del amanecer por el camino a Sogrome, para ver como los primeros rayos del sol al tocar las montañas rocosas de Nevadita las pintaba de unos colores increíbles y nuevos para mí.

Fue más tarde cuando aprendimos a sentarnos en las noches de luna sobre la gran piedra de Donachuí a observar como la luna llena iba iluminando uno por uno todos los cerros que rodean el pueblo y solo, después de un rato lograba bajar hasta el poblado e iluminarnos a nosotros, que para esa hora hacíamos un gran escándalo cantando a todo pecho las canciones que nos recordaban nuestros lejanos pueblos, nuestras amistades y nuestros amores.

Las culturas no escritas, como las culturas indígenas de nuestro país, tiene una gran riqueza de sabiduría, expresada, en dichos, refranes, relatos con moralejas; la permanencia y desarrollo de las actuales culturas indígenas requieren de la recopilación que los mismos indios hagan de esa sabiduría ancestral.

Este es un trabajo que deben emprender los maestros.



UN DESCANSO EN LA CASA DE FRANCISCA TORRES.

Había llegado el día anterior a Valledupar después de un tortuoso viaje en tren desde Bogotá hasta la Estación de Bosconia y de allí en bus hasta la capital del Vallenato.

No quería perder  tiempo para llegar a Donachuí. Hice unas compras rápidas y me monté en un campero colectivo que me llevaría hasta Atanques, donde seguiría el camino a pie por el cerro de Yosagaka hasta Donachuí.

Calculé mal el tiempo y las posibles dificultades, y al empezar a ascender después de haber cruzado en Rio Guatapurí,  en el poblado del mismo nombre, me di cuenta que me cogería la noche en el camino.

No me importó pues después de estar en tierra indígena, me sentía seguro como en mi propia casa. La tarde era limpia y silenciosa, solo algunas nubes que venían de la nevada. Me enfrasque en mil pensamientos y fantasías, compuse mentalmente canciones a mi novia citadina, hice planes y proyectos que fueron embotando mis sentidos, disimulando el cansancio que me producía escalar aquella pesada y empinada pendiente.

No había caminado una hora cuando sentí el más fuerte ruido que hasta ese momento había escuchado. Fué semejante al ruido que hace una volqueta al descargar una carga de piedras, pero diez  veces más fuerte y percibí las vibraciones como de un temblor de tierra.  Miré hacia arriba como esperando que algo me fuera caer en la cabeza, pero no vi piedras rodando. En el recodo del camino vi una nube de polvo gris que se levantaba, despidiendo el característico olor a piedra quebrada, que me recuerda un poco el de la pólvora.

Con un poco de temor me acerqué hasta ese recodo a mirar qué era lo que había sucedido. Por unos cuantos minutos yo me había librado de quedar aplastado por toneladas de rocas que sin saber cómo, se habían desprendido de aquel empinado cerro. El camino por donde yo debería pasar había quedado borrado; en vez de él, veía una gran porción del cerro cubierto de enormes rocas grises que debería atravesar para encontrar nuevamente mi camino.

Con el temor de un nuevo desprendimiento, consciente de que en Donachuí no me esperaban, pues mi viaje había sido sorpresivo y acicateado por las pocas horas de luz que aun tenía para el largo camino que me esperaba, pensé en que la suerte estaba de mi parte y avance sin pensar en dificultades.

El estómago me hizo recordar que ya había pasado la hora del almuerzo. Comí alguna golosina que llevaba y ansiando llegar al alto del cerro donde a mano izquierda antes de dejar la vertiente del Guatapirí y empezar a descender por la vertiente del Donachuí, vivía Francisca Torres. Una muy querida india, que sin lugar a dudas me daría algo de comer para calmar mi hambre y así poder llegar hasta el pueblo.

Apuré lo que más pude mi paso, divisé la casa que buscaba y al llegar al frente de ella y desde el camino grité mi saludo en lengua Arhuaca.

Mi alegría fue grande cuando escuché la respuesta que sin que aparentemente me estuvieran viendo, decía mi nombre.

Claro que era fácil que supieran quien era, pues los indios no gritan en los caminos y ninguno de ellos pronunciaba tan mal la lengua indígena como yo.

Fui hasta la casa, entré saludando a todos los presentes, quienes me sonrieron alegremente y me invitaron a sentarme.

Con la misma espontaneidad que ellos utilizaban en mi casa les dije:

-          Capé na’ yuni. (Quiero café.)

Yo no me había percatado pero ya Francisca había arrimado la pequeña olla del café a las brazas del fogón, lo había calentado y ya me lo estaba ofreciendo.

Mientras tomaba el café caliente aromatizado con jengibre, miré hacia afuera de la casa para observar que no se hiciera muy tarde para retomar el camino hacia mi casa en el pueblo. vi afuera bien templado entre palos delgados y amarrados con cabuyas, el cuero de un ovejo, recién sacrificado.

Había yo empezado mi frase para decir que debería retomar el camino para que no me sorprendiera la noche; cuando vi que la querida Francisca, esparcía las brazas del fogón, mientras me contaba que la niña que estaba allí junto a mí se llamaba Ludd, en recuerdo y agradecimiento a mi hermana Ruth que la había curado de una enfermedad muy grave que había tenido.

La diferencias fonéticas hacen que para los indios Capé sea café y Ludd, sea Ruth.


Mi alegría fue mayor, cuando vi que Francisca extendía sobre esas rojas brazas de carbón una generosa y hermosa porción de carne de ovejo, que rechinó exquisitamente al contacto de los carbones encendidos y dejó escapar el más increíble olor a carne asada.

La boca se me hizo agua inmediatamente, tanto que hasta sentí un poco de vergüenza al mostrarme más ansioso que los numerosos perros que había en derredor.

Francisca buscó una totuma en la que deposito dos suculentos pedazos de yuca cocinada que sacó de otra olla cercana, puso a un lado la fina carne recién asada y me la ofreció cariñosa, maternalmente.

No tengo memoria de haberme comido ni antes ni después una carne más exquisita que aquella. Tampoco recuerdo haberme sentido más honrado por alguna invitación. Cada que veo las fotos que conservo de Francisca, siempre recuerdo el olor a carne de ovejo asada a las brazas y en agradecimiento de una mamá indígena por los cuidados médicos que improvisó mi hermana y que salvaron a su hija.

-          Du ni ba ba ba…

Repetí por varia veces la formula de agradecimiento, me despedí con la excusa de lo tarde de la hora y empecé mi descenso hasta el río que corría allá en la profundidad de aquel hermoso valle.



Me deleité con el paisaje que desde la altura se me ofrecía. Los gallinazos, las catanejas, volaban en giros que buscaban corrientes ascendentes por debajo de la altura en la que me encontraba. Podía mirarlas desde arriba, lo que me producía una sensación de vértigo en aquellos desfiladeros, al bajar a pasos largos por aquel camino abierto entre las rocas.

La comida recibida, el cariño con que me la obsequiaron, el agradecimiento expresado, todo ayudó a que la ansiedad por llegar tarde se esfumara, pero aun me faltaban sorpresas  aquel día.

Concluido el descenso; y habiendose entroncado el camino de Yosagaka con el que sube equidistante al río Donachuí, mi recorrido pasó por un frondoso cafetal que creaba una temprana oscuridad, si se compara con el anterior que discurría por pajonales desprovistos de sombra.

Al superar una cuesta del camino, justo debajo de un frondoso árbol de mango, habiendo estado entretenido por los más gratos pensamientos inspirados por el resultado de mi visita a la casa de Francisca, me vi, me sentí invadido por una sensación eléctrica que recorrió todo mi cuerpo, que pasó por mí y me penetró, haciendo que todos mis vellosidades se erizaran y mi corazón se agitara con una sensación de pánico o susto que nunca había sentido. Además mis oídos sintieron una presión, un zumbido que acompañaba aquella sensibilidad magnética y todo paso en unos cuantos segundos. Mi corazón se fue calmando quedándome solo la sensación de la sorpresa, la necesidad de racionalizar y entender aquello que aun ahora después de 40 años no me he logrado explicar a pesar de que se repitió en una segunda oportunidad, en otro camino, pero a la misma hora.

Ya comenzaba el sol a despedirse y aun estaba a no menos de quince minutos de llegar a mi meta. Allí, en un lugar donde el camino se estrecha entre el talud y el barranco cubierto de pajonales, estaba, tan embelesado como yo en los arreboles de la tarde, un zorrillo.

Él no me había sentido y eso era lo que más me preocupaba, pues si lo asustaba con mi presencia me podría rociar con su asquerosa, maloliente y pegadiza orina y eso si sería el colmo de las sorpresas de aquel viaje a punto de concluir.

Retrocedí lo suficiente para poder verlo, sin que me fuera a alcanzar son su apestoso rocío y mientras recordaba la aventura de Santuno el indio malayo que sufrió lo que yo trataba de evitar, hice suficiente ruido para que se alejara y me dejara libre el camino.

Superada esta nueva prueba apuré lo más que pude mis pasos logrando llegar a la casa con la primera oscuridad y sorprender a mis compañeros, a los que les dije:

Denme algo de tomar y siéntense que lo que les tengo que contar es largo.

Las expresiones de cortesía, la descripción del paisaje, los fenómenos de la naturaleza y sus causas, los acontecimientos paranormales, son temas que deberán llenar páginas de autores indios, que los lectores indios y no indios estaremos ávidos de leer.











DUNÍ BA BA BA

Esta expresión de cortesía y agradecimiento que pronuncian las indias Arhuacas, al recibir un makuruna (regalo), unida al gesto de llevarse el regalo, que casi siempre es una fruta, un tubérculo, un manojo de cebollín, hasta la nariz y olerlo como extrayéndole todos sus aromas, apreciando su fragancia, su frescura y su capacidad nutritiva; fue siempre para mí la más completa expresión del agradecimiento.

Cuando un arhuaco visita la casa de alguien, lleva consigo un regalo, fruto de su huerta, de su finca, de su trabajo. Lo entrega dentro de una mochila que fue tejida con hilos extraídos con sus manos de las hojas del maguey. Cosechadas de la mata del algodón o esquiladas del vellón de sus ovejas. Hilos fabricados con los usos que bailaron entre las manos de las guatis y que ellas mismas tejieron con hermosos diseños ancestrales.


El regalo, el makuruma es algo que lleva impresa, la personalidad de quien lo otorga y el imperecedero valor de compartir.

La Mochila es devuelta a su dueño con algo que el homenajeado también quiere compartir con quien le ha obsequiado y es allí donde además del compartir espontaneo, se ve el trueque, que reconoce necesidades similares para todos y posibilidades de satisfacerlas al alcance de todos.

Cuántas veces los llamados “Civilizados” regalamos con el solo interés de ser reconocidos como generosos, suntuosos, espléndidos, con los demás y no el compartir algo propio, algo intimo como el alimento, el fruto de nuestro trabajo, con aquel con quien somos solidarios, no necesariamente extravagantemente generosos.

“Señor recibe este pan fruto de la tierra y del trabajo del hombre…”

El regalo, el trueque, las primicias, las formas del agradecimiento y la solidaridad, son hechos comunes en la vida de una comunidad, ¿cómo me gustaría, leer la descripción que un indio haga de estos gestos aparentemente espontáneos?








QUIÉN MERECE EL CASTIGO

Aproveché que el Cacique o Comisario, pasaba por el pueblo, lo invité a mi casa para que tomáramos un café y mientras lo hacíamos le dije:

Apolinar: te pido el favor de que entres a la escuela y aconsejes a los niños pues han estado muy necios, desobedientes y se han perdido algunas cosas que me parce que unos les roban a los otros.

No los niños son como Moro, inocentes, hay que reunir a la comunidad y hacer justicia con los mayores.

No entendí muy bien su negativa, ni su explicación, pero prudentemente callé y dejé todo en sus manos.

El sábado, luego del medio día comenzaron a llegar muchos indios con toda su familia, adultos y niños. Me miraban con caras largas como interrogándome o reclamándome tácitamente algo.

Como era su costumbre casi todos llegaron con sus ropas impecables y trayendo, los hombres, acuestas gruesos leños que servirían para calentar la noche de vigilia que les esperaba en la casa de reuniones.

Casi al anochecer se presentó Apolinar, el comisario, presidido de su gran sonrisa, su fuerte saludo y sus pisadas que retumbaban firmes sobre el suelo.

La comunidad se congregó desde muy temprano en la casa de reuniones u oficina. Apolinar inició su largo discurso, que siempre para mí era fascinante. Poco era lo que entendía de aquel bello idioma, pero rápidamente me cautivaban, sus tonalidades, sus extraños fonemas, la respetuosa escucha del auditorio con la mirada detenida en el piso, en el tejido la de las mujeres y en las caricias del poporo la de los hombres, la mía vagando por todas partes y en todas direcciones y la de los niños en la hipnotizante danza de la fogata central.

Fueron llamados al centro todos los niños alumnos de la escuela, allí estaban todos impecablemente vestidos.

Todos ellos fueron interrogados y todos con los brazos cruzados, sus palmas bajo sus axilas y la mirada en el piso, dieron respuestas e hicieron largos y fluidos relatos. No tartamudeaban como es común en los niños de mi pueblo cuando éramos interrogados en materia grave por los mayores. No mostraron nerviosismo pero si gravedad, no mostraban miedo, pero si respeto.

A medida que los relatos avanzaban, salían al centro algunos de los padres y madres de los alumnos, quienes con caras más acontecidas que sus hijos simulaban una tranquilidad que no tenían.

No bien fue concluida esta etapa de la reunión de justicia, pasaron a sentarse la gran mayoría de los niños quedando solo en el centro aquellos cuyos padres también habían sido invitados a comparecer.

La inquietud en todos los del centro era evidente, Apolinar retomó el discurso que se extendía a lo largo de las horas y de la noche. Predicó, recordó, exhortó y profetizó ante aquella expectante y atenta comunidad. Su voz de gran orador arrulló a los niños de pecho y a los gamusu, que sobre las piernas de sus padres, en el regazo de sus madres o sobre sus mochilas fueron quedando rendidos y soñando que siempre estarían bajo el cobijo de la gran kankurua que es la Sierra Nevada.

Con vos de trueno, de río crecido que se despeña fustigó a su comunidad y les recordó ancestrales compromisos. Nombró, policías, semaneros, vigilantes e invitó a la concurrencia a salir al patio al ver que ya despuntaba un nuevo día.

Las mujeres mayores, dispusieron y ordenaron la preparación del desayuno en la cocina comunal. Unos jóvenes fueron en busca del bastimento para la preparación del alimento. Los ancianos y los Mamos se retiraron a bojotiar, a hacer pagamento a divinar. Y los sentenciados, los padres de familia responsables de la conducta de sus hijos, fueron a buscar las herramientas necesarias para iniciar el trabajo de beneficio comunitario que les fue impuesto, a fin de subsanar su falta. Y en castigo por su irresponsabilidad serían vigilados por jóvenes que harían las veces de policías responsables de que el castigo se cumpliera a cabalidad.

Hacer justicia es tal vez el papel primario de toda autoridad. Al ver a nuestras autoridades tan enredadas en la aplicación de la justicia cuando de trasgresores infantiles se trata, me hace recordar y añorar las enseñanzas que nos pudieran dar los viejos sabios indios.











 LAGRIMAS DE UNA KANKUAMA

Participaba en una feria de turismo que se realizó en Bogotá al final de los años 90, y luego de atender por un rato mi stand, fui a dar una vuelta y a ver qué otras cosas de Colombia se promocionaban allí.

Me atrajo inmediatamente un aviso: “Departamento del Cesar” fui allí y creí que no había nadie. Vi que estaba decorado con las más hermosas mochilas de fique, que por su tamaño, por sus tejidos y por el materia me eran conocidas, no así por sus colores.

Al mirar hacia un rincón, allí observándome un poco tímida, estaba sentada una anciana de cabellos blancos que portaba un vestido muy parecido al de las Indias Arhuacas.

Suponiendo que era una India de la Sierra, la salude en el Idioma arhuaco y ella me sonrió.

Pensé inmediatamente que podría ser una indígena Kankuama y entonces le dije la formula de saludo en idioma Kogi que supuse más cercano, territorialmente a los Kankuamo. La Anciana volvió a sonreírme.

Suponiendo que no hablaba español y queriendo charlar un poco con ella. Le dije todas las frases que aun recordaba en las lenguas indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta. Pero mi sorpresa fue grande y mi turbación peor cuando vi que de los hermosos y serenos ojos de esa anciana brotaban lagrimas vivas, que ella enjugaba con sus manos.

Le pregunté si estaba enferma, sí algo le dolía y en qué podía ayudarle y ella me contestó. - No me duele nada, me da tristeza que usted siendo blanco hable mi lengua y yo siendo indígena la haya olvidado.

Yo tampoco hablo su lengua, yo viví en la Sierra algunos


años, pero soy tan torpe para las lenguas, que solo aprendí 


de memoria algunas frases, que fueron las que le dije.
Ella seguía lamentando que yo supiera más que ella sobre su lengua, que supiera el nombre de los diseños de cada una de las mochilas que estaban exhibiendo y que le recordara lugares, personas y acontecimientos cercanos a ella en un lugar tan remoto como Bogotá.

Al poco rato entró una mujer blanca con apariencia inconfundible de antropóloga, me saludó y se puso a mis órdenes para darme información sobre la Sierra.

La India con sus ojos brotados en llanto, le dijo. Este señor blanco sabe nuestra lengua, conoce la Sierra, conoce a los Mamos sabios y nosotros los Kankuamo, ya hemos olvidado todo eso.

La antropóloga la abrazó diciendo: Es por eso que estamos trabajando en la recuperación de la cultura Kankuamo, es por eso que vinimos aquí a mostrar lo que hemos recuperado y a tomar mayor fuerza para seguir en este trabajo.

Luego me contó un poco de ese trabajo de recuperación de la memoria cultural, y como prueba de ello estaban los colores de las mochilas que para mi eran nuevos.

Cuando yo viví en la Sierra, a finales de los años 60s y principios de los 70s,  los colores de las mochilas Kankuama eran chillones, sacados de anilinas de la industria de los blancos, pero los colores que veía en esas mochilas eran de una paleta diferente; eran ocres, tierra, arena, morados, violetas, negros, todos hermosos y sacados de plantas, hojas, raíces y semillas, que seguían en la memoria de los viejos Kankuama.

Me despedí de aquellas dos mujeres que estaban juntas en una tarea que me entusiasmaba, deseándoles que en su búsqueda de las raíces Indígenas pudieran encontrar toda aquella sabiduría india que hemos creído perdida.

son los maestros y los investigadores sociales, los llamados a profundizar sobre los temas básicos de las diferentes culturas indígenas de nuestra patria. Que no se pierda esa riqueza y que se difunda para bien de todos los colombianos.

Preservar y escribir las lenguas, desarrollar una literatura propia, desarrollar y difundir sus artes y técnicas, sus conocimientos medicinales y su conceptualización.









LOS NIÑOS SOPORTAN EL DOLOR

Nosotros los llamados blancos o civilizados, siempre que pensamos en indígenas, estamos esperando algo mágico, inusual fantástico, sorprendente.  Y yo después de haber vivido largos años entre ellos, tengo que confesar que todo fue tan mágico, fantástico y sorprendente, que solo ahora después de cuarenta años de distancia es que recién empiezo a apreciarlo.

He tenido la fortuna se ser curioso y gustar de aprender diferentes artes y oficios. Tuve la fortuna de encontrarme en mi trabajo en la Sierra Nevada con amigas enfermeras muy generosas con sus conocimientos, a quienes acompañé  en algunas inquietantes experiencias.

Recuerdo una tarde en Donachuí, poblado Arhuaco, cuando llegó después de un largo camino desde la nevada, Santuno, un indio Wiwa, de muy baja estatura. Traía en una pusa, que sostenía tan hábilmente de su cabeza, como la más experta de las guatis, a su hija de unos tres años.

Dos cosas eran sorprendentes, el hecho que él siendo el varón cargara a su hija como lo hacen las mujeres y que la carga fuera grande comparada con la estatura del entrañable Santuno.

Llegó preguntando por Leila, nuestra compañera enfermera y luego de ofrecerles un café a los adultos de la comitiva y un refresco a los niños lo acompañé a la enfermería.

Allí haciendo uso de un español Kogisado, el cual abundaba en eses finales; nos hizo entender a la enfermera y a mí, que un perro le había arrancado de un mordisco un pedazo de la nalguita a su pequeña hijita.

Hasta ese momento la niña había estado sentada en las piernas de su papá, había respondido con sonrisas a nuestros saludos y había degustado alegremente el refresco que le ofrecimos y en su rosada carita no se reflejaba el más mínimo dolor.


Leila muy profesionalmente alzó a la niña, la puso de píe sobre la camilla de auscultación y le levantó su vestidito hasta poder ver de qué herida se trataba.

No pude dejar de ver la cara de dolor y asombro de Leila al ver aquella caderita inflamada. Tenía un hueco negro en su centro, producto de algún emplasto de medicina ancestral. Aparecía en derredor la tumoración y en el centro el pus evidenciando infección.

Ambos, Leila y yo, miramos con caras compungidas y lastimeras a la niña que no pudo evitarlo y soltó una graciosa carcajada como respondiendo a  una payasada que hubiéramos querido hacerle.

¿Qué es esto, es que no te duele esa herida tan honda e


inflamada que tienes?
La niña miró a su papá, que cariñosamente la sostenía abrazándola por la cintura y volvió a sonreírnos.

Su papá la habló cariñosamente en la lengua de los Wiwa y prestó atención a lo que la enfermera le decía y preguntaba.

Hablaron de cuándo había ocurrido el incidente, de la curación que él le había hecho y de las medicinas tradicionales que le había aplicado. La enfermera le dijo que ella debería retirar toda la carne muerta que había alrededor de la herida, que el procedimiento iba a ser muy doloroso y que la debería traer nuevamente cada día para revisar que la infección cediera en vez de avanzar.

Con todo esto estuvo de acuerdo Santuno, quien más se preocupaba en charlar con su hijita que en razonar con la preocupada enfermera.

Preparar instrumental, para la pequeña cirugía, esterilizar pinzas, bisturíes, bandejas. Disponer a la mano desinfectantes, antisépticos, cremas, torundas de algodón y gasas impregnadas en medicamentos. Lavarse las manos, desinfectarlas, enguantarlas y no sé que más preparativos, fueron los actos que siguieron a los que sin dejar de sonreír estuvimos atentos la pequeña indiecita y yo.

Lavar ampliamente con agua hervida  toda la superficie de la cadera de la paciente fue lo que siguió. Haciendo acopio de fortaleza, Leila fustigó fuertemente la zona de la herida para poder desprender el emplasto de medicinas naturales que traía.

El viejo Santuno hizo reír a su hijita con un comentario, que


nos tradujo asó: Niña contentas, yo diciendos: ahoras Leira tu 


mama, ¿no ves? te ta’  bañandos  como tu propia mama al 


ríos.
Una nueva carcajada surgió cuando en contraste con el agua caliente sintió el frío del alcohol que Leila la estaba frotando.

Armada de valor, de pinzas y bisturí inició la enfermera el procedimiento que había determinado. Rompió primero los sacos de pus que se podían observar fácilmente y presionando hacia los lados hizo que ésta brotara para absorberla en torundas de algodón que iba descartando en el basurero.

Esta operación continuó hasta que vio que brotaba solo sangre.

Para aquel momento la niñita seguía charlando con su papá, como si lo que estaba ocurriendo no tuviera que ver con ella.

Leila y yo no podíamos comprender por qué aquella pequeña niña no daba apariencia de sentir el fuerte dolor que sin duda estaba sintiendo. Sus músculos estaban relajados, su carita alegre y parecía extasiada con la cálida compañía que le estaba prodigando su amoroso padre.

Dejando de un lado el algodón, tomó el bisturí y comenzó a cortar pedazos de carne muerta. Esta operación se fue profundizando lenta pero seguramente hasta encontrar el rosado músculo que demostró su vida al brotar en sangre.

Y la niña Wiwa, seguía su entretenida charla con un sorprendentemente tierno padre, que sin lugar a dudas, la tenía alejada de los terrenales sufrimientos por medio de sortilegios, de mágicas historias, amorosos recuerdos y promesas de fantásticos paseos en Alunna.

Hoy después de tantos años, quiero pensar, deseo fervientemente que los Indios de la Sierra Nevada no hayan perdido ese poder hipnótico de su palabra que es capaz de apartar el dolor del cuerpo herido de sus hijos.

La medicina indígena en todas sus manifestaciones, debe salir del terreno de lo folclórico y anecdótico, a ser tratada con más respeto e interés verdaderamente científico.

¿Qué energías o poderes permite a un indio del común, hacer que sus niños  soporten el dolor, como en el caso que he relatado?







CACHORRA

Adalberto Villafañe uno de mis alumnos en la escuela de Donachuí, era muy querido por nosotros pues siendo uno de los mayores en la escuela; tenía unos trece años, era quien nos ayudaba con las mulas y la carga cuando cada mes bajábamos a Valledupar a comprar nuestro mercado y a recoger el correo.

Él vivía en Sogrome y desde allí bajaba a diario a las clases acompañado de una pequeña perrita cruce de Chiguagua, a la que llamaba Cachorra.

Cachorra era una alumna más que muy obediente se quedaba junto a su amo durante las clases, lo acompañaba a los trabajos en la huerta escolar y luego al baño en el río.

Cachorra, como todo perro tenía la capacidad de hacerse querer, de conquistar el corazón de cualquier humano que se propusiera y fue así como me conquistó a mí.

Yo no podía salir a tomar mi media mañana o mi almuerzo, sin hacerle señas a la hermosa perrita, que salía tras de mí en busca de su bocado.

En poco tiempo se acostumbró a buscar junto a la puerta de la casa una vieja lata sardinas en la que yo le servía, leche, café con leche o alguna sobra de mi comida.

En muchos de nuestros viajes a Valledupar, nos sorprendió ver, que ya sin posibilidad de dejarla por lo avanzado del camino, iba cachorra detrás de nosotros, corriendo para no quedar rezagada del ocasional galope de las mulas.

Me daba pesar ver a Cachorra mirándonos con sus enormes ojos, encaramada en una piedra a la orilla de los ríos, que nosotros cruzábamos y que Adalberto no se preocupaba en recogerla para que el agua no la arrastrase.

Nuestro amigo indio sabía que los perros deben buscar y sin duda lo hace, el mejor sitio para cruzar el río. Nosotros nos alejábamos y no habíamos recorrido una legua, cuando sentíamos que cachorra venía tras de nosotros sacudiéndose el agua a causa del chapuzón que hubo de tomar.

En algunas ocasiones me devolví y pasé el río con la perrita apoyada en el pico de mi montura. Adalberto se reía burlonamente de mi actitud, pero le complacía que quisiera tanto a su mascota.

Como perra inteligente que era, Cachorra muchas veces comenzó a quedarse a hurtadillas en nuestra casa luego que hubieran terminado las clases y los niños regresaban a sus fincas.

Como era apreciada por nosotros y andaba todo el tiempo detrás de mí, ella se creyó dueña de la casa. Eligió como suyo un sitio donde en la noche le arreglamos con trapos y retazos una cama. Cuando llegaba algún indio de visita, lo que siempre hacían en compañía de uno o varios perros, Cachorra sin importar el tamaño del visitante, saltaba a ladrarles e impedirles que entraran. Luego que los canes visitantes se hubieran echado en el patio de enfrente, ella con aires de dueña de casa entraba, olfateaba a los indios visitantes y se sentaba en su sitio predilecto.

Al medio día era mi hora de baño, Cachorra tuvo que acostumbrarse a que si quería vivir con nosotros debería adoptar también nuestras costumbres; así que a regañadientes al principio y luego a motu propio, cuando me veía coger mi toalla y mi jabonera, me seguía hasta el pozo de la quebrada donde yo me bañaba. Primero me miraba inquieta y luego al ver que yo palmoteaba en el agua urgiéndola, se lanzaba como experta nadadora hasta alcanzarme para que la enjabonara, la restregara y enjuagara.

Claro está que al terminar este ritual impuesto, ella hacía el suyo que consistía en revolcarse en la tierra o en el pasto, muchas veces quedando más sucia que antes del baño.

Pero mi amor eterno por Cachorra nació una tarde el día antes de viajar a Valledupar. Como me olvidé de pedir el favor a Adalberto, tuve que ir yo a buscar nuestras cuatro mulas, que se la pasaban pastando en un enorme cerro sin linderos conocidos y sin alambradas que les impidieran vagar por dónde quisieran.

Mi aventura la inicié como a eso de las cuatro de la tarde y mi único consuelo era que ese día Cachorra también se había hecho la desentendida y remolona se quedó con nosotros y me estaba acompañando voluntariamente. Pensé en la probabilidad de que, como íbamos inicialmente por el camino que conducía a la casa de su amos, ella sin duda seguiría para su casa cuando yo doblara hacia el cerro en busca de mis mulas.

Con mi poca experiencia en enlazar animales iba yo preocupado en establecer una buena estrategia para hacer que una vez avistara las mulas, no hacerlas huir, sino por el contrario arrearlas hasta que llegaran a la casa donde sin duda llegarían por la costumbre.

Ascendí y ascendí en aquel empinado cerro y no lograba vislumbrar, adivinar o avistar las mulas. Esperanzado recorría un trecho más, subía a un montículo prometedor, silbaba y las llamaba por sus nombres: “Lorenza…, Liberal…, Cachaco…”

Solo me respondió una nube con unas gotas amenazantes y en el horizonte el sol me hizo un guiño diciéndome: Sí no te apuras voy a apagar mi luz. Mañana será otro día, madrugaré a buscarlas, pues hoy ya se oscureció y me voy es a mojar con el aguacero que viene.

Bajé más rápido delo que pensé a la casa, acicateado por la luz que se iba y el aguacero que llegaba. Conté lo sucedido a mis compañeras, cerramos la puerta para huir del frío, Prendimos nuestra deslumbrante lámpara de gasolina, preparamos la comida y como siempre después de comer nos quedamos entretenidos en la consabida tertulia mientras era hora de dormirnos.

El ruido de la lluvia sobre la paja del techo, las goteras que escurrían en el alar de la casa, la cercana quebrada que bajaba crecida, era una música y todo formaba un clima de intimidad y de alegría que hacía que recordáramos las más bellas canciones y sin importar nuestras pocas habilidades comenzamos a cantar a voz en cuello.

En una pausa de nuestros cantos, Ruth mi hermana, muy propensa a los sustos y los aspavientos, puso una cara de espanto y nos dijo: ¿Qué es ese ruido?

En silencio pusimos atención y sentimos como si alguien se recostara a nuestra puerta, que solo estaba sostenida por un palo de escoba a modo de cuña. ¿Quién anda ahí? Pregunté. Nadie contestó y el ruido extraño volvió a escucharse. Saludamos en lengua indígena, pensando que pudiera ser algún indio que no hablara español. Pero no hubo respuesta.

Por ser el único varón me correspondía ser el valiente, así que me levanté, fui hasta la puerta, la abrí cuidadosamente, luego un poco más y luego más. Pero la noche estaba oscura, solo vi la lluvia y nada más pues la luz de la lámpara me tenía encandilado.

Cerré nuevamente la puerta, comentamos lo extraño del asunto y retomamos el canto.

Nuevamente Ruth nos interrumpe el coro diciendo. ¡Qué susto! Ahí está otra vez el ruido. Nos miramos sorprendidos, asustados, incrédulos, inseguros, sin saber qué hacer.

Nuevamente mi virilidad me llamó a filas; fui en busca de mi linterna, la encendí, abrí de un solo golpe toda la puerta y sentí que entre mis piernas pasó algo húmedo, que se quedó en medio de nosotros sacudiendo agua y salpicándonos a todos, era Cachorra, que  me había seguido y se había quedado por fuera de la casa y estaba que estilaba agua la pobre perrita.

Buscamos una toalla vieja para secarla un poco, le tibiamos lechita que bebió agradecida y en seguida regresó a la cerrada puerta, rasguñándola para que le abriéramos y la dejáramos salir.

Dejémosla salir que a lo mejor necesita hacer sus necesidades y si no la dejamos nos empuerca la casa, fue la decisión unánime.

Cachorra salió por la puerta que entreabrí para evitarnos el frío, pero inmediatamente volvió a entrar.

¿Qué le pasa a esta perra tan cansona? - si va a salir salga


 pero ya y de una vez y no moleste más.
La perra salía y regresaba, ladraba y salía y vuelta a lo mismo.

Hasta que pensé, ella me quiere decir algo. Abrí de par en par la puerta y alumbre hacia afuera con mi linterna y allí estilando agua y mirándome impávidas estaban mis mulas.

Cachorra me había seguido, supo lo que yo buscaba y como no fui capaz de encontrarlo, ella fue por su cuenta encontró las mulas y las hizo bajar hasta mi patio donde pude encerrarlas y tenerlas listas para el viaje del día siguiente.

Cachorra cambió de dueño canjeada por una fina cobija de lana, que mis compañeras pagaron por ella y me la obsequiaron en mi cumpleaños número veinte.

El cuento de Cachorra, es divertido y sorprendente al comprobar la capacidad de un animal de entender y beneficiar a su amo. ¿Cuántas historias como estas podrán relatarnos los indígenas para nuestra diversión y sorpresa?







QUÉ FRIO Y NO TENEMOS FÓSFOROS.

No era día de clases, pero por falta de información adecuada, llegaron algunos dispuestos a recibir sus lecciones.

No quisimos despedirlos sino aprovechar el tiempo con ellos de alguna forma creativa.

Luego de ofrecerles algunas golosinas, la charla con los pequeños derivó hacia el mundo en Alunna.

Me sorprendió lo bien informados que estaban de las historias y de las leyendas de sus mayores.

Nos hablaron de cómo en la antigüedad los Mamos eran tan poderosos, que con su sola intención lograban enfermar y hasta matar a la gente enemiga.


Nos relataron las batallas con flechas de oro que los ancianos Mamos, habían sostenido con tribus rivales, sin que para ello hubieran tenido que salir de sus Kankuruas.

La fuerza de aquellos antiguos Kogi era tan poderosa que para la conquista de nuevos territorios, al tener que atravesar ríos torrentosos, con su solo pensamiento y fuerza mental, derribaban enormes árboles y construían tarabitas muy altas a modo de puentes, sostenidas por pesadas piedras que ellos levantaban y colocaban en su sitio con la fuerza mental de las personas que existen en Alunna.

Yo escuchaba el relato en el que aquellos seis niños, emocionados por la sorpresa que en mi despertaban, se arrebataban la palabra para anotar algún nuevo dato olvidado por su compañero.

Para ser más creíble la historia que me contaban, Picalito, niño de unos ocho años pero de cuerpo muy pequeño, me preguntó sí yo  había caminado por el cercano cerro, detrás del pueblo, un poco más arriba de la casa de Alejo Díngula.

Le dije que nunca había caminado por allí e intrigado le pregunté, por qué debería haber ido por aquel camino.

-          Es que allá en ese cerro hay una piedra enorme, tan grande como una casa, que está sostenida sobre otras tres piedras de menor tamaño, como si formaran un fogón. Esa piedra grande la puso allí un Mamo. Él solito la puso allí sin que nadie le ayudara y sin tocarla, solo con la fuerza de su pensamiento.

-          ¿Y está muy lejos ese lugar? – le pregunté.
-          No, no es lejos, es allí cerca, si quieres vamos y te mostramos.

Era un día de asueto, no tenía otra cosa más interesante qué hacer, así que le conté a mi amiga Amparo Galeano lo sucedido hasta el momento y la invité para que nos acompañara a aquella emocionante expedición.

Sin más discusión, salimos tras de los niños que nos mostrarían la evidencia de uno de los fenómenos más asombrosos que relatan las historias de los Kogi de la Sierra Nevada de Santa Marta.

La primera parte del camino fue descender hasta el río, cruzarlo saltando sobre las piedras, para luego comenzar a trepar por aquella empinada pendiente. Por caminos de guaguas y otros animales de monte, pues por donde nos llevaban los niños no había sendero construido por el hombre.

Este hecho le añadía emoción a la aventura. Me parecía imposible que tuviera yo la suerte de vivir aquel día y de forma tan imprevista constatar la fuerza de los indios en Alunna.

No tardamos mucho en encontrar un verdadero camino, el cual seguimos a nuestro paso, mientras los niños se adelantaban para esperarnos más arriba burlándose de nuestra poca habilidad para caminar por aquellas lomas.

Al llegar a una pequeñísima meseta nos detuvimos a admirar el hermoso paisaje que desde allí se nos ofrecía. Era simplemente fantástico, que en tan poco tiempo llegáramos tan alto con el hermoso pueblo de Maruamake a nuestros pies.

Pudimos ver la confluencia de los dos ríos, el que baja desde Chendukua, con  el que viene desde el cerro que marca los límites con Donachuí y que al juntarse forman el famoso Guatapurí que desciende hasta explayarse por todo el Valle del Cesar bañando a Valledupar.

Vimos la hermosa sabana donde tiene su casa Mela, una vieja Atanquera, que se hizo a aquellas tierras que una vez fueron territorio Kogi. La Vista nos llegaba hasta el poblado mestizo de Chemeskmena y alcanzábamos a ver algunas de las casas de zinc del pueblo de Guatapurí.

Pero al mirar a nuestras espaldas vimos que sobre nosotros avanzaba una grande y oscura nube cargada de lluvia que pronto nos caería encima.

Alarmados por esto, apuramos el paso pues ya estábamos cerca y era posible que alcanzáramos a ver las míticas piedras y regresar al pueblo antes de que iniciara el aguacero.


No fue tanta nuestra suerte, antes de lo pensado gruesas goteras comenzaron a caer y en pocos minutos quedamos estilando agua. Las rizas de todos fueron grandes, las carreras solo se interrumpían por los resbalones y las caídas que nos dábamos sobre aquel camino gredoso.

Los niños no quisieron que regresáramos pues poco más adelante había una casa abandonada y allí podríamos esperar que la lluvia amainara. Y así fue. Llegamos a la casa y entramos a guarecernos de aquella fuerte pero alegre lluvia.

Al permanecer allí unos minutos inmóviles y con la ropa mojada, fuimos presa del frío que nos hacía estremecer y tiritar; entonces dije en voz alta.

-          No haber traído mi encendedor para que hiciéramos una fogata y  calentarnos…
-           
No había terminado yo de plantear mi deseo de una fogata y la imposibilidad de hacerla por falta de encendedor, cuando vi que Picalito cogía el pequeño machete que llevaba sobre su espalda sostenido con una cuerda en forma de diadema desde su cabeza. Se acercó al alero de la casa donde escampábamos y  arrancó un grueso manojo de la paja seca de la que formaba el techo.

Con el machete en su mano derecha y el manojo de paja en la izquierda, fue hasta las piedras que en medio de aquella vieja casa habían servido de fogón. Golpeó el machete sobre una de aquellas piedras de manera que al hacerlo saltaron chispas que él recibió sobre el manojo de paja seca. Inmediatamente sopló suavemente sobre la paja y eh allí el fuego con que prendimos la hoguera que calentó nuestra charla mientas la lluvia afuera seguía cayendo e impidiéndonos constatar que de verdad los antiguos indios Kogi tenían una fuerza mental tan poderosa que con ella alzaban enormes rocas.

Sigo sin poder constatar la fuerza en Alunna de los indios de la Sierra Nevada, pero pude constatar que un niño Kogi de ocho años, posee tales habilidades de sobrevivencia, que podría rivalizar con el más avezado de nuestros exploradores.

Creo que con la ayuda de los maestros indígenas y de sus alumnos, podríamos escribir un manual de supervivencia muy útil a los jóvenes de la cuidad.

Sueño con poder tener entre mis manos esa obra, en la que los niños indígenas compartan con los niños de la ciudad toda su capacidad de supervivencia, sus técnicas y habilidades, que desde tan pequeños los hace diestros para vivir, sin los recursos con que contamos en las ciudades.







 HIEDE A BUNACHU

Los que en Colombia nos llamamos “Blancos”, no porque de verdad lo seamos, sino porque expresamente no somos negros, ni auténticamente indios, sino una mescla de razas y culturas indescifrable y a mi manera de ver y sentir: fascinante y apasionante; somos llamados por los indios Arhuacos, Bunachu.

Vivía yo por los años sesenta, en una comunidad Arhuaca donde aprendía a ser maestro, gracias a la paciencia de aquellos queridos compatriotas.

Por culpa de mi torpeza de soltero, de mis actividades con la comunidad y abusando de la amabilidad de una familia indígena vecina; entregaba cada sábado en la mañana, a la risueña Estefanía, mi ropa sucia para que me la lavara en la quebrada.

Estefanía era una joven alegre, chistosa y muy extrovertida. Cada sábado cuando le hacía entrega de mi ropa, sin importar quien estuviera presente, exhibía mis trapitos sucios, los olía y con gestos de asco los tiraba lejos de ella, propiciando una estruendosa carcajada en todos los concurrentes.

Luego envolvía toda la ropa en mis sábanas, ponía en medio la pasta de jabón que le entregaba, hacía un gran envoltorio con todo aquello, cargaba a la espalda en la Pusa a su ZhiZhi, sosteniéndola de la cabeza y salía hasta la quebrada a restregar mi mugre de la que tanto se burlaba.

Los Bunachu, además de creernos blancos, también nos creemos muy aseados y lo que es peor, creemos que los indios son desaseados y mal olientes.

Fue Estefanía la que me quitó todos esos prejuicios, enseñándome que a la hora de tener malos olores, de eso no se escapa ni el Rey, ni el Papa, ni el Presidente y mucho menos el maestro de Donachuí.

Cuando a la media tarde, Estefanía regresaba con mi ropa lavada y seca, era el momento de dar otra función a costillas mías. Desataba el envoltorio con mis trapos y uno por uno lo estrechaba entre sus manos para comprobar que verdaderamente estuviera seco y para comprobar que estuviera limpio se lo llevaba a la nariz y lo olía profundamente. Cuando quedaba satisfecha me lo entregaba y cuando no, los arrojaba lejos diciendo: Punpunzunchuna, hiede a Bunachu.

Luego de la general carcajada, recogía la ropa que aun estaba sucia para volver a lavarla y me dejaba a mis con mis cavilaciones.

Aquello era una hora de chistes y alegría, pero también era el momento de recibir la lección de tolerancia y de verdadera comprensión de la diversidad con que Colombia ha sido regalada.

Al igual que los animales y las plantas, todos los grupos humanos tenemos nuestros propios almizcles, fruto de nuestras costumbres alimenticias, laborales y rituales.

Los Indios de la Sierra tienen un olor a musgo, humo, rocío de los páramos y sudor causado por su diaria fatiga. Los varones aportan a este perfume, el olor de la coca masticada y las mujeres el olor de la lana de oveja que permanentemente están tejiendo.

Pero sigo pensando en Estefanía y mi deseo de preguntarle, cómo describiría ella el olor del Bunachu. Sin duda no sería nada agradable a juzgar por los aspavientos que ella hacía al oler mis calzoncillos y los sobacos de mis camisetas.

Quienes hemos heredado la cultura occidental, también heredamos la creencia de que la nuestra es una cultura superior y que nuestras costumbres y hábitos son los ideales y perfectos. ¡Qué bueno recibir en palabras escritas por indígenas, una crítica a nuestros desaciertos y a nuestro mal comportamiento, cuando éste es mirado por los ojos de otra cultura.





  

CLASE DE ESPAÑOL

Había que ser un poco malabarista cuando se trataba de dar clase simultáneamente a veinte niños indígenas divididos en cinco grados de escolaridad y que hablaban originalmente tres idiomas diferentes.

Pues sí, ese era el reto mío al ser maestro de la escuela indígena de Donachuí. No hablaba ninguna de esas tres lenguas, pero para suplir todas mis carencias, tenía un enorme entusiasmo.

Tenía alumnos Arhuacos, Kogi y Wiwa; Alumnos de Preescolar, primero, segundo, tercero y cuarto grado; y aquella mañana el tema generador era el cuerpo humano y el objetivo particular era ahondar en el dominio del español.

Ayudado por los alumnos mayores y por el hecho que todos mis alumnos hablaban el Arhuaco, los separé atendiendo a su nivel de conocimiento del español.

En una mesa cuadrada y pequeña ubique tres niños y una niñita que solo sabían sonreír en español, y mientras hacían su charla en Kogi, practicaban ejercicios de aprestamiento a la escritura. Hacían planas de bolitas y palitos siguiendo los renglones de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo.

En dos mesas adicionales puse a seis, quienes ya conocían un vocabulario básico que nos permitía entendernos hablando en infinitivos, gerundios y sustantivos, algo así:

-       Maestro trabajar enseñando niños.
-       Niños riendo, maestro brincar.
Estos hacían además, ejercicios de escritura y dibujaban el cuerpo humano.

En una banca senté a un grupo que deberían hacer combinaciones de sustantivos y adjetivos diferentes, luego de observar cuidadosamente unas láminas que les presté.

Los restantes deberían hacer un resumen de mi discurso introductorio sobre las diferentes partes del cuerpo, su importancia, y concluir su trabajo con un glosario completo en español y lengua indígena.

Una vez introducida la actividad de los diferentes grupos, mi oficio era pasar de mesa en mesa ayudando, apoyando, reforzando las actividades de cada uno de ellos.

Al grupo de los cuatro sonrientes iba y con mi dedo índice señalaba diferentes partes de mi cara para que ellos repitieran y memorizaran su nombre en español.

Señalaba mi cabeza y decía cabeza y ellos repetían cabezzzaaa.
Señalaba mis orejas, decía oreja y ellos repetían en coro Oreeejaaa.
Señalaba con el dedo mi nariz y ellos repetían Narizzzzz.

Luego de un corto trabajo con esto, regresaba donde los que hacían palitos y bolitas, les hacía completar frases usando los nombres de las partes del cuerpo y corregía la postura de los cuadernos y su modo de sostener el lápiz.

De allí pasaba a los que jugaban con adjetivos y sustantivos:
Mano grande. Pierna larga, hombre gordo, niño fuerte…

De cuando en cuando tenía que calmar un poco las charlas de los subgrupos, pues se iban emocionando y levantando tanto la voz al ayudarse unos a otros, que por momentos terminábamos todos gritando por hacernos escuchar.

Pasando de un grupo a otro volvía donde los más pequeños y con mi dedo les señalaba mi ojo y ellos en coro repetían Ojjoooo, señalaba mi frente y ellos gritaban frenteeeee.

Fui hasta los más grandes a hacer que me leyeran sus composiciones y comenzamos a corregirlas en grupo. Cada uno opinaba cómo sería una forma más correcta de escribir alguna idea. Todos aportaban y el bullicio volvía acrecer, especialmente el del grupo de los cuatro chiquitines.

Un poco desesperado por tanta charla entorpecedora, volteé a mirar a los chiquitines, puse mi índice sobre mis labios y dije:

-       Shiiitooo.
Y ellos muy juiciosos, se pusieron de pie como movidos por un resorte y en medio del silencio de todos, gritaron:

-       Nariiizzzz.

Nuestra educación escolarizada y nuestra pedagogía sin duda


que tiene mucho que aprender de la pedagogía que 


ancestralmente han utilizado los grupos indígenas para


educar, formar y capacitar a sus hijos.
¡Qué aporte tan significativo, sería un estudio a este respecto, 


hecho por indígenas y desde su visión cultural tradicional.




SE ME QUEDÓ PENDIENTE DE APRENDER


De mi vida en medio de los indígenas, se me quedaron muchas cosas pendientes de aprender. Aquellas para las que en su momento pensé que tendría tiempo, que merecían una atención especial que en ese momento no podía darles; no porque no fueran importantes, todo lo contrario, muy importantes pero no urgentes.

Hoy viendo en retrospectiva siento que es urgente que aquello no se pierda, que se guarde en la memoria, que los nuevos Arahuacos, Kogi, Wiwa y Kankuama, lo desarrollen, lo transmitan y que los investigadores profundicen en su conocimiento.

El primer tema que me viene a la memoria es relacionado con la Ingeniería:



LA CONSTRUCCIÓN DE UNA TARABITA.

Tarabita es un puente de madera amarrado con bejucos o lianas, puesto sobre piedras y que atraviesa  ríos torrentosos de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Todo nace con la necesidad de llegar a un sitio que exige atravesar un río, que presenta una dificultad o un peligro especial.

Esta constatación es compartida en una reunión comunitaria, convocada por el Comisario o Cacique de la región. 


El conocimiento del río, sus diferentes caudales a lo largo del año, sus posibles pasos, la firmeza de sus taludes, la cercanía de los materiales necesarios para la construcción de la Trabita. La cantidad de gente que pudiera colaborar y la mejor oportunidad para realizar el trabajo, se determinan.

Es necesaria la participación de los Mamos o sacerdotes, quienes “Compones, piden los permisos a las Madres y a los Padres, y hacen los pagamentos” necesarios para el éxito de la empresa.

Aquellas personas, que por los días de la realización del trabajo, sean reos de castigos por haber cometido alguna falta, tendrán que trabajar más intensamente, pues una forma de espiar las faltas y de reintegrarse con la comunidad, es por medio de trabajos de beneficio comunitario.

Halar biga, es tal vez el trabajo más fuerte y peligroso, realizado solo por varones expertos, y consiste en ir al bosque más cercano, cortar un árbol grande, con la suficiente longitud para atravesar el río en el sitio dónde se construirá el puente.

Entre los Kogi observé, que aquellas mujeres muy rebeldes y que no cedían fácilmente a las pretensiones u órdenes de los hombres, eran castigadas, llevándolas a participar en el trabajo de halar viga.

Enormes y pesados troncos de finas maderas, eran cortados y conducidos al hombro de muchos hombres, hasta el lugar indicado.

Según la costumbre indígena, cada que se cortaba un árbol, debería sembrarse mínimo cinco de la misma especie, para reemplazar el derribado y para que a las generaciones futuras no les faltara el recurso para atender, en el futuro, esas mismas necesidades.

La construcción del puente iniciaba, con dos pirámides de piedra tejida a lado y lado del río, en los lugares que llamaríamos  “Estribos o Cabeza de Puente”

Tejer piedra es un arte milenario que radica en saber colocar una piedra encima de otras, de tal manera, tan aplomadamente, sin uso de argamasa alguna, y que estas no se corran con la presión.

Aquí nos referimos a la presión del tronco que sostendrán, más la gravedad, más los transeúntes que lo utilizarán, la fuerza de las aguas del río cuando se desborda y la de los temblores de tierra que también hay que considerar.

Durante más de 10 años que personalmente transité por aquellos caminos de indios y por más de cuarenta que he seguido de alguna manera su historia, no he escuchado del derrumbe de ninguno de estos puentes. Es posible que haya ocurrido algún derrumbe, solo afirmo que yo no he conocido la noticia.

Luego de construidos los estribos del puente, comienza la gran tarea de subir la viga hasta su posición precisa. La fuerza coordinada, hecha a pulso, con manilas e improvisadas poleas, ayudando otros con puntales de varas largas y bajo la dirección de expertos que dan órdenes precisas mientras todos hablan, gritan o hacen chistes, es algo que merece conocerse, todo funciona, son extraños los accidentes. A ojos de extranjeros pareciera que fueran oficios que se repitieran día a día y no, como de verdad es, una tarea muy ocasional.

Estos trabajos siempre requieren de la logística de la alimentación. La cocción de los alimentos, requiere traer la leña adecuada, el bastimento y la supervisión de unas matronas que sabrán cuando y en qué servir. Todo nos recuerda las mingas y el alegre trabajo comunitario de las tribus prehispánicas. El trabajo comunitario no era trabajo, era fiesta.

Otros grupos de hombres traen del monte, lianas o bejucos, varas largas y otras más cortas. Pero todo muy resistente a la intemperie y en su momento justo de maduración, pues a falta de ésta o por haber sido cortados en un momento lunar inadecuado, podría podrirse y dar al traste con el magno esfuerzo desplegado por la comunidad.

Con este último material descrito, comienza a tejerse una canasta que parte de la viga ya colocada sobre los estivos y que atraviesa el río a una altura superior a cualquier posible crecida o avalancha. La dicha canasta formada por las varas cortas y los bejucos, se apoya a ambos lados del puente, en las varas largas que cruzan el río paralelas a la viga, más o menos a la altura de los brazos abiertos normalmente por una persona que se pare sobre la viga.

La apariencia de una tarabitas es la de una hamaca hecha de material vegetal que se tensa de ambas orillas de un río. Su Belleza siempre me impactó, su resistencia y seguridad asombra y su diseño merece perpetuarse en modernas obras de ingeniería citadina, como homenaje a los ingenieros indígenas que las crearon.

La cultura indígena, está representada también en sus formas de trabajo, en su manera de organizarse para realizarlo, en la conceptualización que de cada una de sus actividades hacen y en los logros técnicos que han alcanzado. Las diferentes actividades que la comunidad indígena realiza encierran todo un cúmulo de riqueza que es posible que se pierda para la historia, frente a esta avalancha de nuevas tecnologías y propuestas de la vida moderna. Los indios de hoy en día tienen derecho a saber, de dónde vienen, cuáles fueron los logros de sus antepasados y cuáles fueron los personajes que marcaron su historia. No me cabe duda que entre los maestros indígenas de hoy, habrá algunos capaces de emprender la tarea de registrar por escrito y en su lengua todo esto.




 TEJER LA PIEDRA EN LOS CAMINOS, VALLADOS  Y TERRAZAS.

Desde mi primer viaje por los caminos de la Sierra Nevada en 1968, observé, en los recodos de los caminos, allí donde el agua lluvia se reúne y erosiona las laderas. En las pendientes rocosas que cruzan los caminos, en los pasos de las quebradas en verano, que se crecen en la época de lluvia; el hermoso y eficiente trabajo de piedra tejida.

La bancada, el piso y el talud de los caminos, en los lugares donde el agua erosiona o donde la firmeza de la tierra no es suficiente, se refuerzan con piedra tejida. Ya dije que este arte no requiere argamasa o cemento. Que su resistencia depende del aplomo con que todas las piedras se soportan unas a otras, por su peso y sus mutuas hendiduras.  No quiero decir que fueran inamovibles, sino que formaban muros y pisos muy resistentes y lo que es importante, fáciles de reparar pues hacerlo no requiere de especialistas, es un arte dominado por todos.

Las piedras así dispuestas, permiten que el agua fluya, pero frenando su fuerza, disipando se energía. Yo pienso que las obras de caminos terciarios y veredales de nuestros pueblos, deberían regresar a estas técnicas, generan más mano de obra en épocas de falta de empleo. Son más económicas y no requieren de la participación de grandes consorcios, con costosos proyectos, y enredadas licitaciones.

Esta técnica es común en los vallados para encerrar los rebaños y las huertas de los páramos de la Nevada. Los pastizales poblados de rocas, eran limpiados un poco al recoger las piedras para formar los vallados. De esta forma  se despejaba la tierra para las siembras de hortalizas, al mismo tiempo que con los muros que se formaban con las piedras, se impedía el paso de los animales que pudieran dañar las cosechas.

La Piedra tejida, ya con un poco de argamasa hecha de barro, se ve alrededor de las casas Arhuacas, hasta más o menos un metro de altura, formando una muralla protectora de las paredes de bahareque.

Y tal vez el espectáculo más hermoso es la muralla de piedra que rodea el poblado de Nabusimake, capital de los Arhuacos. No quiero olvidar las redondas terrazas que quedan en Pueblito, como vestigios de los antiguos poblados Taironas.

En mis andanzas por los caminos de la Sierra, quise ver la cicatriz de terrazas de labranza sobre las faldas de aquellas empinadas pendientes.

Allí deben estar esas terrazas esperando ser escavadas por arqueólogos que con su trabajo descubran ancestrales técnicas agrícolas que ayuden a los contemporáneos a mejorar o recuperar la feracidad perdida en esos valles.

En ausencia de terrazas de cultivo fui testigo de la recuperación de suelos basados en el cultivo del Guandúl. Este frijol de árbol aporta tantos nutrientes a la tierra, que vi pajonales convertirse en parcelas productivas, luego de que fueron sembradas con guandúl, más tarde con plátano y yuca, arracachas, café, malanga, ñame y otros productos según la altura lo permitiera.

Estos agricultores, a principios de los años 70s, cuando yo les comentaba de monocultivos intensivos, ellos me hablaban de la importancia de mezclar los diferentes cultivos como una técnica para el control de plagas y la creación de suelos fértiles.

Pienso que hay aun mucho que aprender de los indígenas y mucho que ellos nos pudieran enseñar sí nos acercamos a ellos con la actitud adecuada. Pero sobre todo hay mucho que ellos no pueden olvidar, so pena de perecer como indios.

La Universidad nos enseña como nuevas técnicas, la que calladamente tal vez inventaron nuestros indígenas. Reconocerse creadores y superadores de coyunturas especiales, ahondará el sentido de pertenencia, que impulse a los indios de hoy a sentirse orgullosos de su pasado y seguros ante los retos del futuro.









EMPAJAR LAS CASAS HASTA LA BASE.

El clima de la Sierra genera necesidades de viviendas abrigadas, pero también produce la paja para hacer techos abrigadores y el barro para cubrir sus paredes.

La geografía de altos y piramidales cerros, da la idea para construir sus santuarios.

Fue misteriosamente conmovedor para mí llegar aquellas Kankuruas Kogi, techadas hasta el suelo, pero interiormente conservaban sus paredes tejidas de caña.

El tejido de caña de las paredes de las kankuruas, es a mi gusto envidiable para la separación de ambientes a modo de mamparas o biombos en la decoración moderna.

Con sus dos puertas opuestas, orientadas astronómicamente, la kankurua de los hombres funcionan en día soleado como un reloj de sol.

Se funden estas construcciones con el paisaje, son parte de él y al mismo tiempo se camuflan en él.

Con su perímetro circular semeja un gran huevo, coronado en su cima, con una hermosa y misteriosa corona que parece recordar la erótica entrada a un gran útero. Esta cúpula de las Kankuruas es una antena de conexión con el más allá o mundo en Aluna.

Y su interior es cálido como el vientre de la Gran Madre, sostenido así por la eterna fogata en su centro.

Las cañas que en derredor del techo sostienen los largueros y dan apoyo a la paja que lo cubre, simbolizan los diferentes mundos cosmogónicos de las culturas de la Sierra. Van elevándose como pisos ascendentes a los cuales estamos llamados los mortales.

La casa indígena no es solo confortable, acogedora, cálida, hecha de los materiales del entorno, es también simbólica y texto de su cosmovisión y su filosofía.

Las paredes de la casa, como ninguno de sus elementos o muebles, estuvieron aseguradas con clavos. Vigas, pilares, maderas, paja, se aseguran con lianas, lo que permite que ante los temblores y los terremotos, sus uniones sedan, permitiendo la liberación de la energía e impidiendo que se quiebre o se derrumbe. Esto es la más eficiente construcción antisísmica.

¿De dónde y cómo sacaban las gruesas y amplias hojas de madera para construir las puertas de sus casas? Siempre me asombró esto; no conocí árboles de tal envergadura, debieron ser árboles milenarios, pulidos a hacha y hachuelas.

La hoja de la puerta terminaba arriba y abajo de uno de sus lados, en un eje labrado que entraba perfectamente en los orificios de las tablas que formaban el marco de la puerta y sobre el gira para abrir y cerrar.

Fabricar trapiches de madera fue un arte de precisión admirable. Una máquina toda de madera como las que diseñó Leonardo Davinci. Verlas trabajar y ser reparadas por el mismo indígena era algo fascinante. ¿Será que se conserva alguna, aun que solo sea para el recuerdo?

La Arquitectura, como arte en permanente evolución, tiene en las culturas indígenas, mucho que aprender para innovar pero con raíces del pasado llenas de sentido cósmico y trascendental.









FIBRAS, HILOS, TEJIDOS Y TELARES.

La lana de las ovejas, las fibras del maguey y el algodón, e incluso la crin de los caballos les permitió sacar hermosos hilos y lazos con sus dedos, sus manos, el uso y la carrumba.  

El telar vertical,  le ha permitido hacer las telas para sus propios vestidos.

La aguja de hueso o la metálica de la industria occidental les permiten tejer las más hermosas mochilas que rivalizan con las de sus vecinos los Guajiros. 

Tejer la hamaca en dos delgados pilares clavados en el piso, es algo que se logra en pocas horas yendo  y viniendo sobre la primera cuerda que se asegura en los pilotes y enrollando una nueva, sobre la anterior un buen número de veces. Esta operación no requiere más herramienta que los pilotes y las manos. 

De igual manera pero en pequeño los niños fabrican sus ondas para cazar pájaros y las cinchas de sus burros.

Quince o veinte vueltas de un hilo sostenidas del dedo gordo del pié y templado con las manos, les permite trenzar las más hermosas y variadas azas para sus mochilas.

¡Que no mueran nunca estas ingeniosas artes primitivas de las fibras, hilos, tejidos y telares. A mí me han permitido soportar largos momentos de estrés al practicarlas, confeccionar ricos adornos para los muros de mi casa y para la cintura y el cabello de lindas señoritas. Que no desaparezcan los artesanos, y menos las artesanías que propician la meditación, la añoranza, los recuerdos, la creatividad y siembran la paz.

Sacar tantos tintes de productos naturales: tierras, hojas, raíces y frutos, parece arte de magia. Ese conocimiento tal vez viva aun en la mente de muchos indios y ese conocimiento lo está requiriendo un mundo lleno de productos tóxicos, cancerígenos o contaminantes. Que no se pierda. Que al igual que el conocimiento de la farmacopea vegetal, vuelva a tener vigencia y beneficie a toda la humanidad, no solo a las empresas que han registrado anticipadamente sus patentes.

Estas son algunas de las cosas que se me quedaron por aprender bien en mi afortunado paso por el mundo indígena de mi patria.

El arte en todas sus manifestaciones, tiene, en la cultura indígena, mucho donde escudriñar, para así poder ofrecer al mundo expresiones verdaderamente autenticas.









 SORPRESAS EN LA CLASE DE BIOLOGÍA.

Corría el año de 1976, vivía yo en Maruamake, poblado Kogi, donde mi esposa era maestra y yo en algunas ocasiones le colaboraba.

Estaba atendiendo al pequeño grupo de los más adelantados en los programas y el tema que tratábamos era el relativo a los reinos de la naturaleza.  Era natural en nuestra metodología que uniéramos un tema central a las diferentes áreas del conocimiento y a las diferentes habilidades que era de esperarse que los escolares adquirieran.

Estando en la huerta escolar vimos como nuestro cultivo estaba siendo arrasado por las hormigas arrieras. Este hecho me dio el tema con el que quería vincular a los padres de familia y en general a todos los adultos en la educación de los niños.

Era la oportunidad de aprender mucho sobre la manera cómo enfrentaban los indios los ataques de las hormigas. Lo primero fue preguntarles cómo se decía hormiga en Kogi. Mi sorpresa fue mayúscula cuando cada uno me decía un nombre diferente. Como pude los fui anotando en el tablero y pedí a los alumnos que para el día siguiente me hablaran de cada uno de esos nombres. Que hicieran preguntas a sus papás y a todos los adultos y que en la próxima clase cada uno haría una exposición de lo investigado.

Llegada la siguiente clase, ocurrió que todo el día lo dedicamos a escuchar y los inigualables relatos que cada uno de mis alumnos Kogi hicieron. Pues resulta a mí entender, que el nombre genérico hormiga no existía. Que cada clase o especie tenía un nombre y unas costumbres que hasta el más pequeño de los alumnos conocía perfectamente







Quedé admirado de lo que me contaron:
Había hormigas que vivían en colonias bajo la tierra, otras en los árboles, otras eran nocturnas y ciegas. Unas eran grandes y tenían tenazas otras no las tenían. Unas se alimentaban de frutas, otras de hojas y otras eran carnívoras.
Había hormigas comestibles y de hecho en algunas épocas del año integraban la dieta alimenticia de los Indios, suministrándoles un importante aporte proteínico.

Unas eran nómadas, pues vivían viajando en busca de su alimento. Entraban a las casa y se comían todas las sobras que encontraban, las cucarachas y otros animales que perjudicaban al hombre. La visita de esas hormigas era muy apreciada por los indios, pues era como si a nuestros apartamentos llegaran los exterminadores de plagas y sin cobrarnos y sin dejar residuos tóxicos acabaran con todas aquellas alimañas que nos invaden de cuando en cuando. 


Los Kogi tenían especial cuidado al caminar en la casa cuando tenían la visita de estas colonias benefactoras, para no ir a aplastarlas al caminar o al mover algún objeto.

A pesar de que algunas eran dañinas en los sembrados, los Mamos consideraban que no era lícito utilizar insecticidas para exterminarlas, pues ellas hacían un beneficio a los hombres, cual era el evitar que los cultivos se extendieran demasiado, eran controladoras. 


De esa manera evitaban que el hombre se volviera perezoso en el trabajo o impedían que cultivos como la coca aumentaran peligrosamente, como de hecho ha ocurrido en nuestro país.

Me demostraron con observaciones reales, cómo había colonias de hormigas que eran enemigas de otras y les robaban sus pequeños hijos, para esclavizarlos.

Me dieron el nombre y las costumbres de hormigas que tenían aguijones con venenos y otras que solo atacaban con sus tenazas.

Me hicieron clasificaciones por tamaño, color, tipo de alimento, época del año, climas que preferían y muchas más.


Vi en lo que me contaron, indicios de un profundo conocimiento del ecosistema, de agricultura orgánica, de control natural de plagas, de sentido común, de austeridad, de bioética, de esa capacidad de educar con la observación diaria, de educar con parábolas, fabulas y con el ejemplo.

Sencillamente, me hicieron sentir tan ignorante en cuestiones de biología, ecología y agricultura que desde esa época sueño con una Historia Natural o un Tratado de Ecología escrito por los indígenas y espero con este relato haber motivado a alguno de los maestros Indígenas a que empiece sin tardanza esa obra.








 EL REGALO DE ELVIRA DINGUAL

Amparo Galeano, profesora en la escuelita Indígena de Maruamake, se acercó sonriente al puesto de Elvira, a revisar su adelanto en las tereas. 


Elvira era una indiecita Kogi, de cabellera negra brillante, muchas veces poblada por una empecinada colonia de piojos. Su bella cabellera le caía a media espalda y al inclinarse sobre su cuaderno, ocultaba un poco sus expresivos ojos también negros.

La pequeña no puso atención a lo que Amparo quería hacer  al acercarse a su arrugado cuaderno. Retirándose un poco de su mesita de trabajo, abrió su mochilita de fique y señalando con su mirada, el contenido de ésta, le preguntó a su maestra:

-          ¿Tu sabei comé?
Amparo miró con curiosidad el interior de la mochilita y allí vio una masa vegetal, blancuzca, un poco sucia de tierra, como de veinte centímetros de diámetro y bastante gruesa.

-           ¿Qué sí se comer qué?, Elvira. ¿Qué es lo que me estás ofreciendo?
-           Mengulaja. ¿Si sabei comé Mengulaja?
-          Déjame ver qué es ese regalo tan especial.
Amparo tomó la mochila y con alguna dificultad sacó de ella aquel objeto que al percibir su característico olor y su forma, pudo concluir que era un gran hongo.


Lo acercó a su nariz en señal de aprecio y complacencia por el regalo, simulando que aspiraba sus más profundos aromas.

-          ¿Qué es esta belleza de champiñón? Nunca había visto uno tan enorme. Y ¿cómo se come?
Todos los niños que observaban la escena, respondieron en coro:
-          Cocinao en agua con sal o con manteca.
-          Gracias Elvira, ya mismo voy a llevarlo a la cocina para prepararlo para el almuerzo de hoy, pues no quiero que se vaya a descomponer.
Amparo llegó a la casa y a todos nos sorprendió con el estupendo pero extraño regalo, ya que ninguno de los que conformábamos el quipo de trabajo, conocíamos el Mengulaja o champiñón gigante de los Kogi.

La afirmación general de los alumnos, de que era comestible, disipó nuestra natural reserva sobre los hongos, pues algunos suelen ser tóxicos.

Según la información que recogimos, el Mengulaja crece en el monte sobre los troncos caídos, no es cultivado, Es recolectado cuando ocasionalmente lo encuentran y constituye una delicia en la dieta de los indios de la Sierra Nevada.

Siguiendo las indicaciones de los niños, Amparo, más tarde, cocinó una parte del hongo en agua; elaborando según su natural y exquisita sazón, una crema que resultó inmejorable y digna del más exigente paladar. La otra parte le sirvió para hacer un guiso, al que además de manteca como recomendaron los niños, le agregó sal, tomate, cebolla, pimienta y un poco de base de carne.

Aquel día nos dimos un verdadero banquete gourmet, de cuenta de la generosidad y el cariño que Elvira Dingual sentía por su maestra Amparo Galeano.

Hoy, a más de treinta años de aquel suceso, me he puesto a meditar sobre la gastronomía indígena, tan descuidada y desconocida por nosotros, los nacionales.

La globalización ha globalizado la comida chatarra, hamburguesas, Hot dogs, Pizzas. Ha popularizado el Arroz Chino, el Sushi y otras muchas formas de comida foránea. Es hora y tal vez no sea tarde para investigar, conocer y difundir tantas recetas, productos y posibles propiedades y beneficios de las múltiples cocinas vernáculas existentes en un país multiétnico como es Colombia.

Sí las diferentes lenguas nativas nos ofrecen más de sesenta formas de decir: “te quiero“; esa misma cantidad de culturas diferentes nos ofrecerán una rica  y variada gastronomía, una insospechada variedad de productos y maravillosas recetas para su preparación.

Hoy como homenaje a tantas indígenas que en múltiples oportunidades me obsequiaron con comidas preparadas a su usanza tradicional, quiero mencionar las que recuerdo, teniendo en el fondo la intención de motivar a los indígenas que lean esto, a escribir ellos mismos el compendio de recetas, de esas comidas ancestrales, tradicionales, ceremoniales o del día a día, con que fueron criados y que estoy seguro que serán una sorpresa invaluable para nosotros y una garantía más de que la cultura indígena no desaparecerá.

En la Sierra Nevada, se distinguía muy bien entre la comida del día a día y la “Comida de Moro”

Por comida de Moro entendíamos aquella que se preparaba con productos netamente criollos, esto es que no hubieran sido introducidos por los colonizadores. También era preparada sin sal y solo se consumía en ceremonias tradicionales presididas por el Mamo.

El Kinchi. Es un cocido o sancocho preparado diariamente y que lleva toda clase de tubérculos como papa, malanga, ñame, arracacha, se le agrega plátano verde y granos como guandú o frijol. Este cocido puede llevar carne de monte (animales cazados o capturados en trampas), carne de vacuno, chivos, oveja, iguana o aves de corral.

Por ser el alimento diario, se prepara con los frutos que según la época y cosecha se tengan a la mano. Es una preparación húmeda y espesa, que bien podría clasificarse como sancocho.

Los Indios de la Sierra Nevada acostumbran bebidas como el café endulzado con panela que ellos mismos preparan. Una de las preparaciones del café que más recuerdo es aquella en la que el café se aromatiza con jengibre. Esta preparación aumenta su capacidad de tonificar y calentar el cuerpo.

En las moliendas de caña para la preparación de la panela, beben el jugo de la caña fresco y un poco fermentado. los Kankuamo, también saben de la destilación del jugo de la caña para hacer el tradicional chirinche de esta parte de la zona costeña.

Cuando sacrifican algún animal, suelen comer algunas porciones asadas, las cuales acompañan con plátanos, yucas, papas, ñame, malanga o mazorcas tiernas cocinadas.

En caso de necesidad cualquiera de estos frutos hervido en agua con o sin sal es un alimento al que recurrirían. Conocí el caso de un Indio Malaya (Wiba) quien en un viaje que se prolongó inesperadamente más de lo necesario, preparo una sopa de cebollas y sal, la que resultó ser toda una sorpresa binvenida por todos los que participamos en esa excursión.

El Makuruma (Regalo en lengua Arhuaca) es una institución entre los indios de la Sierra que consiste en llevara a la familia que se visita, una mochila con frutos de la finca o de la huerta propia. Un regalo especial es aquel que se hace con las “primicias” de una siembra, esto es con los primeros frutos que se cosechan de un sembrado.

Entre los Wiba, en época de Semana Santa, me ofrecieron frijoles dulces y me explicaron que era una comida de Semana Santa. Lo extraño es que para la época no había contacto de aquella comunidad con la iglesia católica o con programas de evangelización. Sin duda eran recuerdo de las costumbres introducidas por misioneros españoles o italianos en épocas anteriores.

En San Sebastián de Rábago (NABUSIMAKE) vi comer y probé, un pequeño escarabajo o cucarrón  que vuela al inicio de las lluvias del primer trimestre del año y que es atraído por la luz. La forma de preparación era soasado en el rescoldo del fogón.

También era común en la Sierra la ingesta de algunas larvas, pájaros, palomas y algunas frutas como guamas, mangos, naranjas, aguacates, limones, de los cuales no conocí preparación especial.


Para aporte proteínico no era despreciado algún ratón de monte que se dejara sorprender.

Del Vaupés, no podré olvidar las carnes Mukiadas, el kasabe, la fariña, el mingao, el chibé, la Kiñapira y las múltiples chichas preparadas con la fruta de cosecha.

Las tribus Amazónicas celebran la abundancia de frutas, de pesca y de marisca, con fiestas comunitarias que en alguna de sus muchas lenguas se denominan Dabukurí. Quien es afortunado en la recolección, en la pesca o en la cacería, invita a los de las malokas vecinas a compartir festivamente.

Se canta, baila y se bebe hasta que se agota aquella provisión ocasional. La falta de técnicas o recursos para guardar los alimentos sin que se descompongan, obligan a esta excelente costumbre que rompe el lineal transcurrir del tiempo.

De vaqueros Metenses escuché que en día de verano, cuando el sol calentaba inmisericordemente las arenas de los playones de los ríos Llaneros, era posible asar bajo unos centímetros de arena, el pescado envuelto en hojas de bijao.


También entierran, envueltas en la panza de la res, las viseras sazonadas con lo que haya a mano, luego de taparlas con un poco de tierra, encienden sobre estas, una fogata que las cocina mientras expectantes entonaban sus joropos, contrapunteos y ya en la madrugada los hermosos cantos de vaquería que arrulla al ganada y evita que se disperse por la gran sabana.

De Llano, tengo en un especial lugar de mis recuerdos el aceite de Seje; apropiado para la medicina y para la culinaria.

La gran gama de licores fermentados y destilados en el pacífico por los Negros y extraídos exclusivamente de la caña. 


Los caldos, cocidos y sudados con los más variados pescados y mariscos. El aceite de coco y el aceite de Táparo, son gratos recuerdos para mí.

El chontaduro con el cual en alguna ocasión experimentamos y preparamos una exquisita mantequilla de chontaduro, a la que agregamos ají y sal. También hicimos  una hermosa salsa dulce de la misma fruta, al pasar la pulpa batida por un cedazo y de esa forma extraerle su fibra. 


En nuestros balbuceos de cocineros también horneamos pan de chontaduro y por eso estoy seguro de que en la memoria de muchos pueblos habrá secretos culinarios que podrán hacer las delicias de paladares curiosos y tal vez encontrar soluciones e inspirar emprendimientos que apoyen el esfuerzo popular porque nuestras culturas nativas no desaparezcan.